Diario de León

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Berganza: hacia la eternidad

Teresa Berganza en un momento de la actuación

Teresa Berganza en un momento de la actuación

Publicado por
Miguel Ángel Nepomuceno
León

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La presencia de Teresa Berganza en cualquier escenario del mundo es siempre un acontecimiento cultural de primer orden y un testimonio impagable del arte de una mezzosprano que con su luminosa voz ha llevado el arte del canto a los rincones más alejados del planeta. Teresa volvió a cantar en León el pasado viernes y una vez más justificó el viejo dicho de que «quien tuvo, retuvo»; y ella ha tenido, ha sido y es, más que la mayoría de los cantantes de todos los tiempos que han llegado a su edad. De ahí que las deficiencias canoras que pueden presentarse a lo largo de un recital, producidas por el natural deterioro de la voz, sean breves nubarrones en un cielo luminoso y despejado. Para los puristas, su voz no tiene el brillo de antaño, ni su centro aquella tersura y cremosidad que hiciera exclamar a María Callas: «¡Bravo Teresa, eres la mejor!», pero tampoco las vidrieras de la catedral lanzan sus destellos como el día que las pintaron y sin embargo ahí están, para asombro del mundo y admiración y envidia de sus imitadores. Por eso, asistir a un recital como el que ofreció en el Auditorio, con las limitaciones que se quiera, pero también con las múltiples virtudes que mostró, es un privilegio reservado sólo a unos pocos. Si Vivaldi, Haendel o Scarlatti, acusaron esa tirantez, esa opacidad aludidas, sin embargo su canto volvió a ser el de siempre cuando se enfrentó a las hermosas y dolientes canciones de Brahms, al Guastavino más emotivo o al Piazzolla más desgarrado. Ahí el canto milagrosamente cincelado de Teresa brilló como en sus mejores tiempos, con musicalidad y color, extraído de una extensa paleta, técnica al servicio del arte. Juan Antonio Álvarez Parejo, la acompañó con mimo, aliento y pulsación segura para que todo resultara perfecto y la voz corriera sobre un mullido colchón apoyada en la excelente acústica del Auditorio. Y Teresa volvió a mostrar su «rango de mujer cantante» en ese Adío rossiniano, lleno de melancolía y sobre todo en la hermosísima Canción de cuna para un negrito, de Monsalvatge, que ella siempre cantó como los ángeles, o las ya castizas, pizpiretas y desenfadadas Tango de la Menegilda, de Chueca, o el zapateado de la Tempranica, de Jiménez, donde la mezzosoprano madrileña puso todo el calor en cada frase, en cada acento, en cada palabra, para subyugar y recrear de forma única esos personajes femeninos moradores de pequeños universos posiblemente irrepetibles. Sentimentalidad elegante, dicción nítida, seguridad en la emisión, primacía del legato y culto al piano para volver a conseguir ese instrumento privilegiado, flexible y aterciopelado capaz de ir de un grave sin apoyos a un agudo sin esfuerzo. ¿Hay quien dé más?

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