Diario de León

el gran mercado

Chichicastenango es el mayor mercado de América Latina. Sus habitantes se multiplican por miles en un kilométrico laberinto en que parece posible comprar cualquier cosa. Se mezclan los dialectos, el contraste de las sonrisas y los rostros, la gama tantas veces impensables de los colores y la presencia de rituales mayas en la población guatemalteca de etnia quiché.

ALFONSO GARCÍA

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ALFONSO GARCÍA
León

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S ería imperdonable no visitar Chichicastenango si está en Guatemala. Me dijeron, como razón última, que allí se asienta —anote: jueves y domingos— el mayor mercado de América Latina. Así que, decidido, me desplacé desde la capital del país hasta esta población. Ciento cincuenta kilómetros. Y lo hice utilizando un medio de transporte habitual, el chickenbus, en este y otros países de América Central fundamentalmente. Elocuente el nombre de la guagua de otros lugares. El viaje, de dos horas largas de duración, es ya una experiencia en sí. La velocidad que alcanza, por buenas carreteras, el exceso de viajeros que obliga a reducirse a la mínima expresión y el intento de salvación y salvaguarda del equipaje, sobre todo si tiene alguna fragilidad, le exigirá permanente y especial atención. Vamos, que no hay tiempo para el aburrimiento y poco para la contemplación. A no ser si trata de seguir los movimientos del ayudante del conductor, que cobra, coloca bultos, sube por la puerta delantera y baja por la trasera. O al revés. Un verdadero espectáculo en acción permanente.

Casi a 2.000 metros sobre el nivel del mar, Chichicastenango, que en tzitzicastli significa ‘lugar de ortigas’, sirvió de asiento a la corte cakchiquel. Con una notable, mayoritaria población indígena, los habitantes no estuvieron nunca, a lo largo de la historia, en los umbrales de la necesidad, debido, por una parte, a sus cultivos —maíz, frijol, trigo, frutas…— y a la larga tradición de elaboración de tejidos y al comercio.

El viajero se percata fácilmente de estos tres elementos referidos, especialmente de los dos últimos. No sé si el mercado es, o no, el mayor de América Latina. Lo que sí es cierto es que los aproximadamente 140.000 habitantes se multiplican por miles en un kilométrico laberinto en que parece posible comprar cualquier cosa. Al margen de la presencia de turistas, aún relativa, llegan y parten camionetas atestadas de gentes y productos en un espectáculo sorprendente de color y vitalidad. Un auténtico punto de encuentro en que se mezclan los dialectos, el contraste de las sonrisas y los rostros, la gama tantas veces impensables de los colores.

Todo sorprende a la mirada ajena. Máscaras talladas a mano —a uno le sorprende su variedad, la presencia zoomórfica o la de los dioses protectores de la casa, el maíz o el cacao—, telas típicas —la permanencia de la memoria maya no necesita otras explicaciones—, huipiles bordados, bolsas tejidas, collares, pashminas vibrantes, alfarería, cerámica, bolsas de Nebaj, productos del campo, animales, flores y verduras… Aunque también este mercado tiene para los entendidos sus claves de búsqueda, el que lo visita por primera vez debe caminarlo, comprar si lo desea regateando, sin otras referencias situacionales que posiblemente no encuentre después. Disfrútelo, sobre todo, que se trata de un verdadero festival de los sentidos.

Resulta, por otra parte, que en pleno fervor del mercado aparece el fervor religioso. Rito y mercado hacen de estas calles de Chichicastenango una fiesta.

Una escalinata semicircular, donde se asientan vendedores de flores, da acceso a la iglesia de Santo Tomás, edificada sobre un antiguo templo maya. En la pequeña explanada ante la fachada algunas mujeres especialmente practican un ofrecimiento de purificación a través del incienso —copal— que extraen del árbol pom. A pesar de la lógica y rica tradición de los incensarios en la cultura maya, como puede comprobarse en el Museo Popol Vuh en la capital de la nación, en este caso son rudimentarios, hechos generalmente con latas. El copal es muy importante en la tradición médica y religiosa de estos pueblos: el humo que desprende es, por una parte, una ofrenda a los dioses, pero sirve también como terapia de diversos males físicos y espirituales.

Al finalizar la misa en el interior de la iglesia, salen los componentes de la Cofradía de San José, ataviados con llamativos trajes, para llevar a cabo un misterioso rito de purificación, una ceremonia llena de curiosidad y belleza que llama la atención por su carácter de simbiosis. Después los cofrades añadirán más colorido al color con una procesión ritual por las calles de Chichicastenango al son ceremonial del tambor.

El dominico sevillano Francisco Ximénez fue párroco en esta población guatemalteca entre los años 1701 y 1703. Experto conocedor de varias lenguas mayas, pueblo con el que convivió de manera intensa y generosa, en esos años descubrió en el convento el manuscrito del Popol Vuh —supuestamente escrito por el indígena Diego Reynoso en 1550—, el libro religioso maya que narra el origen de la humanidad. Gracias a él, que lo tradujo en columnas paralelas, en quiché y español, se ha conservado esta obra imprescindible.

Chichicastenango no es solo parte de una de las principales rutas turísticas del país. También se pueden admirar allí las diferentes tradiciones y muestras culturales, la fe religiosa de los indígenas quichés y sus ceremonias en sitios especiales, donde se realizan ofrendas y peticiones.

No debe olvidar el viajero una visita al cementerio, que se contempla, cercano, desde algunos puntos de la localidad. Lleno de colorido, que tanto choca con nuestra cultura, a uno le llama la atención el nombre del establecimiento próximo a la entrada: la ‘Tienda El Último Adiós’.

Lugar de encuentro —ceremonias, paseos, visita a los familiares muertos…—, enfoco la atención sobre los diversos ritos mayas que se celebran. Son varios grupos los que ocupan diferentes puntos del camposanto. Uno, que parece dirigir el ritual, recita en voz alta, con ritmo de letanía improvisada, o memorizada, pidiendo protección para él y los suyos. Otro rocía el aire de incienso, que es el espíritu que invoca a Dios: el humo eleva hasta él las peticiones. Coronas de fuego, atendidas por grupos, sobre una pequeña base de cemento, elevan también súplicas a los dioses mayas. Se producen, entre las llamas purificadoras, pequeñas explosiones, símbolo de las preguntas a los cielos para saber por dónde hay que seguir el camino, por qué punto cardinal. Si alguna de esas preguntas no tiene respuesta, es que algo extraño va a suceder.

La simple contemplación silenciosa de estos ritos funerarios habla de la importancia de la muerte en esta cultura. No es de extrañar las asombrosas urnas de enterramiento que utilizaron, como puede comprobarse contemplando las expuestas, por ejemplo, en el magnífico Museo Popol Vuh de la Ciudad de Guatemala.

También se practican ceremonias en sitios donde se encuentran algunos ídolos de piedra, por ejemplo en el Cerro Pascual Abaj. Está a la salida, en lo alto de una colina cercana a la que se puede acceder en un hermoso paseo, o en un tuc-tuc o taxi. Para gustos.

A Pascual Abaj, que significa ‘Piedra de sacrificio’, lo venera todo el pueblo, cuyas familias lo visitan con frecuencia. Algunas le ofrecen comida, bebida, flores… solicitando algún favor.

Seguro que si ha tomado la decisión de visitarlo, quedará fascinado. Eso sí, hágalo a una distancia prudencial. Por respeto. Y en silencio.

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