Diario de León

El último gran tabernero

Bodega Regia celebra sus primeros 60 años

Marquitos, Ana y sus tres hijos: María, Raúl y Marcos.

Marquitos, Ana y sus tres hijos: María, Raúl y Marcos.

León

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Tenía 9 años cuando sus padres abrieron la Bodega Regia. Han pasado 60 años. Medio siglo y dos lustos de historia de la ciudad escrita en torno a uno de los grandes personajes de la gastronomía universal leonesa: Marquitos, el hombre que lleva sus bolsillos llenos de caramelos Ronchito y ha hecho de León y su cocina, de su familia y sus clientes, una magistral forma de vida.

Oír, ver y callar le enseñaron de pequeño su padre y sus abuelos desde el otro lado de la barra. Él habla pero, siguiendo las enseñanzas familiares, cuenta poco. Y eso que sabe. Porque ha escuchado mucho este hombre que ha cumplido 69 años y lleva 60 al frente de uno de los establecimientos míticos de la ciudad.

Se crió entre El Capricho, el bar que sus abuelos Eladia y Antonio regentaban en la plaza de las palomas, y la Bodega Regia, que abrieron Elisa y Ángel, sus padres, el 17 de marzo de 1956. Han pasado 60 años, los que conmemora ahora, medio siglo y dos lustros que se le han pasado volando.

A Ángel Marcos Vidal Suárez lo conocen por Marquitos. Y no importa que haya cumplido los 69. Ni para el nombre, ni para la ilusión. Sigue al pie de la barra, de la cocina, del comedor, del negocio, hablando con los clientes, escuchando... y callando. Ha pasado el negocio a una nueva generación, a sus tres hijos, pero le cuesta dejarlo. Y eso que, como él dice, hace «el esfuerzo» de no ir a primera hora, de hacer como que no está pendiente de todo, de dejar que los jóvenes tomen el relevo.

No por nada, sólo porque lo lleva en el alma. Tiene muy vívido su primer recuerdo. Una barra de mármol blanco con baldosines verdes. Tenía nueve años, recién hecha la primera comunión. Dentro estaban en obras. Su padre, los albañiles y el abuelo apoyando la iniciativa. Estaba a punto de nacer la Bodega Regia. Y siente, como si fuera hoy, la emoción infantil de quien estrena un proyecto de vida. «Yo pensaba, ¡mi padre tiene un negocio!». Cierra los ojos y lleva al interlocutor a esa agitación infantil.

No hizo ya ni el ingreso. «Me enganché a esto con 9 años y ya no lo pude dejar», recuerda. Por la tarde, iba a casa de una maestra a estudiar pero su vida estaba en la tasca. Y ahí sigue, con el espíritu del última gran tabernero de la ciudad.

En la bodega de sus padres aprendió todo. Era eso, una bodega, con frascas de cristal y vasos de vidrio gordo, porrones, jarras de barro y jarrinas de las de Jiménez de Jamuz, mesonas de madera y bancos corridos, chimenea para ennegrecer los techos y paredonas de piedra de las que no sale nada porque los muros «no hablan». Aunque allí había tertulia. Mucha. Y cánticos. A nada que los comensales se liaran un poco, se enzarzaban en un karaoke de canciones tradicionales, de las de ‘leonesa, leonesa, no eras tú la que decías...’. Eso y poemas, pues la peñas eran de juerga y también de altura. Poetas, pintores, escritores, periodistas...

Eran tiempos en los que los toneles de vino llegaban en carros de bueyes y vacas hasta el Caño Badillo y de ahí rodando por el suelo hasta el epicentro del Barrio Húmedo, la plaza de las Tiendas donde había, sobre todo, bares. Detrás llegaban carretas cargadas con leña de urz para cocer a fuego lento sangre y morcillas.

Además de cantos regionales, en la Bodega Regia había, recuerda Marquitos, «convivencia y diversión popular». Era gente austera, dice, pero que «sabían disfrutar».

Con lo que había. Chatos de vino a perrona primero y 60 céntimos según iba avanzado el tiempo. Se mantenía el mostrador de mármol blanco en el que Marquitos se afanaba con la lejía y la sosa, frota que te frota para sacar de los poros de la piedra el vino incrustado.

Por la Bodega Regia, aquella primitiva que tenía por paredes una muralla de piedra y por vecino a La Mazmorra, por aquel bar con cripta donde comer con los amigos, reunidos en pandilla, las mujeres en casa aunque no siempre, pasaron varias generaciones de leoneses, muchas celebraciones y alguna que otra desgracia.

En 1986, una mala operación acaba en ruina y el hijo de Elisa, la descendiente de El Capricho, y Angelín, con carnicería en el Húmedo, casquería pegando a El Besugo y el primer puesto abierto cuando se inauguró la Plaza del Conde, el hombre enamorado que metió en la cocina de su madre a mujer ajena para hacer allí un bocado exquisito, que son delicia gastronómicas las croquetas de Ana, de Ana María Fernández, cuyos tres hermanos tenían tres cafeterías míticas de León, Los Álamos, Calo y el Alaska, ese hombre lo perdió todo, dinero, negocio y patrimonio, pero no el amor de su familia, el respeto de sus empleados ni el cariño de los leoneses. Tampoco el nombre de su bodega, que el padre, precavido, había registrado.

Marquitos renació de sus cenizas. Empezó de nuevo en el Ayuntamiento, en la Plaza de las Palomas. En el sótano de la casa municipal abrió su particular bar, un lugar de desayuno y vinos, de tertulia y conspiraciones. Servía a derecha e izquierda y era, quizá, el hombre mejor enterado de la ciudad. Pero, ya se sabe, él oír, ver y callar.

En 1990 se instala en el rincón de Pérez Anta que, como si le estuviera esperando el destino, tenía también piedra y muralla. Luego amplió negocio y abrió hotelito con encanto en el edificio que antes ocupaba la Librería Escolar, haciendo casi esquina a la calle Ancha.

En la cocina, Ana volvió a hacer historia con sus croquetas y, como le pasó a Marquitos, sus tres hijos, Marcos, María y Raúl, crecieron entre fogones y, como él, se quedaron enganchados al negocio. Los tres estudiaron entre Biarritz, París, Burdeos, Londres y Madrid. Los tres han vuelto a casa. Entre los tres llevan ahora la Bodega Regia. Bueno, entre los cinco, porque Marquitos y Ana siguen, a otro ritmo, pero siguen, aunque Marcos sea sumiller y jefe de sala, María lleve la gestión de la empresa familiar y Raúl ejerza de jefe de cocina.

A Marquitos le gusta decir que su establecimiento es una casa de comidas aunque por allí hayan pasado reyes y ministros, nobles y políticos. Él ha dado de comer a Felipe VI y Letizia una contundente comida leonesa que compartieron con el presidente de Portugal, Cavaco Silva. El lugar y el menú lo eligió la reina en persona. Recordaba la Bodega Regia de cuando era periodista, de un viaje de trabajo a León. Marcos se atrevió a hacerle bacalao a la bodega al mismísimo presidente portugués. «¡Qué atrevimiento!», ríe. «Pero oye, le encantó», recuerda.

A otros reyes, los ahora eméritos Juan Carlos y Sofía, les hizo probar un cóctel a la leonesa y croquetas vegetarianas preparadas para la reina. «En un momentín, se comió tres», dice.

Su casa, esta casa de comidas donde se degusta la mejor de las cocinas leonesas, está llena de galardones, distinciones y firmas. Cinco volúmenes con dedicatorias tiene. Pero su mejor premio sigue siendo sus clientes. Y la presencia de Albino, como si fuera su otro hijo. No entendería Marquitos la vida sin la familia López Domínguez, sin Esteban, Gerardo y sobre todo Albino, varias décadas a su lado. «Él ha vivido con nosotros los éxitos y los fracasos», cuenta.

Han pasado 60 años de Bodega Regia. Va la quinta generación. Los descendientes del gran tabernero de León.

Marquitos de pequeño, en la antigua Bodega Regia. ARCHIVO DE LA FAMILIA VIDAL SUÁREZ

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