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ASÍ FUE AQUEL DÍA DE ABRIL DE 1188

El Claustro que fue Parlamento: palabra de rey

No había cumplido ni la mayoría de edad. Solo, sin apoyos, muerto su padre, odiado por su madrastra, convocó un día de abril a las Cortes en San Isidoro. Tuvo la osadía de llevar allí, al lado de clérigos y nobles, al pueblo llano y darle voz. Fue el germen del parlamentarismo. Era Alfonso IX, un rey adolescente. Era el año 1188. Era el claustro de San Isidoro. Es León. Hizo Historia.

El claustro de San Isidoro, donde el rey adolescente Alfonso IX convocó las Cortes que dieron origen al parlamentarismo, el lugar donde por primera vez estuvieron presentes los representantes de las ciudades, artesanos y burgueses, junto a los poderosos.

León

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«Puesto que a todos compete, que todos sean llamados»

ALFONSO IX, rey

Aquel rey adolescente estaba a punto de hacer una jugada maestra. Y de paso, historia. Apenas tenía 17 años y unos meses cuando entró vestido con los atributos reales, majestuoso con su manto de armiño con vuelta púrpura del color de León, ceñida la corona real y el cetro en la mano. Tomó asiento en la silla curul, en el trono llevado a mitad del patio, flanqueado por el arzobispo de Santiago, la máxima autoridad religiosa del Reino, a la derecha, a la izquierda el alférez real, el hombre que mandaba los ejércitos en la guerra y era ministro de Justicia en tiempos de paz. Llevaba el alférez la espada envainada, señal de que allí todos estaban en son de paz. El rey y a un lado el clero y al otro los nobles. Tras él, el estandarte del Reino. Y de frente, mirándole directamente a los ojos, artesanos, burgueses y caballeros. El pueblo llano. En sus aposentos, lejos de León, en Castilla, la reina madre, su madrastra, encolerizada.

Sería primavera ya en la ciudad. Un día de abril, mediados quizá. Imponía ese joven rubicundo, de tez blanca y ojos claros. Cuentan las crónicas que era alto y fuerte y que su voz era ‘rugido de león’. Un crío con la determinación de quien se sabe destinado a ser señor.

Había escrito una carta citándolos a todos aquel día. En el claustro del palacio real, en San Isidoro, casa y panteón de la vieja estirpe de los Reyes de León. Corría el año 1188. Llegaron hasta allí los que era costumbre que acudiesen a despachar con el rey y otros que jamás habían estado. Nunca. Representantes de las ciudades venidos de León, Oviedo, Astorga, Zamora, Toro y Benavente, Salamanca, Ciudad Rodrigo y Ledesma, y quizá más. A todos había escrito el rey. «Puesto que a todos compete, que todos sean llamados», decía la misiva regia. Y el reino entero se sacudió. Nunca tan pocas palabras desataron tamaña convulsión.

A Alfonso IX lo odiaba una mujer. Urraca López de Haro había llegado a la vida de su padre cuando él tenía sólo 11 años y ella diez más. Doncella, amante y reina, por ese orden, consta por escrito el agradecimiento del rey Fernando II a su tercera esposa: “Por los buenos servicios que me hicisteis con tu cuerpo en la cama”.

Antes que ella no sólo hubo más mujeres, también hijos. Y, sobre todo, el primogénito de otra reina, que ponía en peligro la corona para el infante Sancho, su superviviente, a quien ella quería entronizar. No consta por qué Alfonso, siendo príncipe niño, enfermaba misteriosamente cada vez que estaba en la Corte. Tanto, que debió de interceder por él San Isidoro, que hasta milagros tuvo que hacer para mantenerlo con vida. Nueve meses antes de la muerte del rey, consciente de que no vivirá mucho más, Urraca logra contraer matrimonio. Y se desata la intriga.

Fernando II no es enterrado en Compostela como era su deseo. Su inhumación se hace con sigilo, quizá en el Panteón de los Reyes de San Isidoro. Y la reina consorte no informa al sucesor de la muerte del rey. En tiempo de luto, se lanza a pactos para impedir que la corona se ciña sobre el joven príncipe.

Él se dio prisa. Mucha. Diseñó una estrategia con la que nadie contaba. Apenas tres meses después de la muerte de su padre, un día de mediados de abril convoca Cortes. Culto, fuerte, inteligente, había echado cuentas. No tenía suficientes apoyos entre el clero y tampoco en la nobleza. De eso se había encargado su madrastra. Y, además, necesitaba dinero. Así que tejió aquella cita que haría historia. A la hora en punto, llegaron a San Isidoro los no esperados, afamados artesanos, nuevos burgueses y caballeros francos que habían arribado siguiendo el Camino de Santiago y habían casado con doncellas leonesas. Allí los colocó el rey, al lado de clérigos y hombres de ilustre linaje, junto a los poderosos. A todos competía, y todos fueron llamados. Para escándalo de la época y para entrar en la historia.

Entró el rey desde las estancias que daban a la cámara real atravesando la arcada románica que se mantiene aún indemne, manto de armiño, ceñida la corona, cetro en mano. Debió de imponer la imagen de aquel rey joven, fuerte y alto, tanto que las crónicas se toman la molestia de definirlo así en una corte en la que los reyes llegaban al metro ochenta.

De lo que sucedió allí dan cuenta los Decreta. Quizá las primeras palabras del monarca siguieran la costumbre regia de invocar la ayuda de Dios. Luego el rey se sometió a una especie de moderna cuestión de confianza. Fió su futuro al floreciente poder burgués y ganó.

Por escrito ha quedado aquel día histórico en el que por primera vez en la historia moderna se daba voz al pueblo. Y por primera vez también se lograron derechos ciudadanos impensables hasta entonces y que se mantienen hasta hoy en día. Entre ellos, la inviolabilidad del domicilio y la correspondencia, la garantía de que no habría juicios bajo falsa acusación y quien la levantara sería perseguido y penado, la libre circulación por los caminos de ciudad en ciudad sin ser detenido, la garantía de que cualquier ciudadano podría acceder a la justicia del rey si la solicitaba, a su justicia y no a su clemencia. Por primera vez, unas Cortes asumían el poder de declarar la guerra y firmar la paz, competencia hasta entonces del monarca. Y por vez primera también, un rey acataba. A cambio, logró el apoyo de la potente burguesía leonesa para las empresas regias y de paso, su independencia de la nobleza.

Y así fue como aquel osado adolescente se convirtió en lo que ya era, rey.

Alfonso IX pasó a la historia por mejorar la administración de la justicia, eliminar los abusos de poder de la nobleza, buscar la paz con los almohades y firmar con ellos una tregua de cinco años por la que fue excomulgado, financiar al maestro Mateo para acabar el Pórtico de la Gloria de Santiago de Compostela y fundar el germen de la Universidad de Salamanca al conceder el Estudio General a sus escuelas bajo el nombre de Studii Salmantini, reconociendo la diversidad de las enseñanzas impartidas, la validez de sus títulos y los estudios no privados, abiertos a todos los ciudadanos. Pero sobre todo, ha pasado a la historia por convocar las primeras Cortes que fueron el germen del parlamentarismo aquel día de abril de 1188.

En ese mismo lugar, en el claustro de San Isidoro, las Cortes de Castilla y León rinden homenaje hoy a la historia que es ya Memoria del Mundo por mandato de la Unesco, en la urbe que es Cuna del Parlamentarismo.

Tal vez se escuche allí de nuevo la vieja llamada del rey. Tal vez alguien pronuncie solmene: «Puesto que a todos compete, que todos sean llamados». En León, patria de Alfonso IX, el rey que dio la palabra. En la ciudad que hizo, para el mundo, Historia.

El Claustro de San Isidoro antes de una de sus restauraciones, más similar a lo que debió de ser cuando Alfonso IX convocó las Cortes en abril de 1188. DL