Desde Atenas hacia el reino de Agamenón
Es difícil no encontrar en Grecia una ciudad que no esté repleta de historia y mitología, de museos y restos arqueológicos, pero aquí se fraguó una de las culturas más vivas, profundas y arraigadas de la humanidad. El viaje de hoy transcurre fundamentalmente por la pequeña península situada al noroeste del Peloponeso, bañada por el mar Egeo camino del Mediterráneo
S iempre es conveniente trazar sobre el mapa el itinerario. El viaje, que sigue abierto a las sorpresas y las inevitables improvisaciones, resulta así más atractivo. El de hoy, variado y agradable, es de breve recorrido y transcurre fundamentalmente por la pequeña península situada al noroeste del Peloponeso bañada por el mar Egeo camino del Mediterráneo. No olvide, como principio, que en Grecia es difícil encontrar una ciudad que no esté repleta de historia y mitología, de museos y restos arqueológicos, pues no en vano aquí se fraguó una de las culturas más vivas, profundas y arraigadas de la humanidad.
A la salida de la capital camino de Corinto, las ruinas de la que fuera famosa Academia de Platón nos recuerda que fue, en realidad, la primera universidad del mundo. Al margen del cinturón industrial que enlaza con el Pireo, pronto empezará a observar la presencia del olivo, el principal producto del país, seguido de naranjas y limones. El mar es referencia inevitable. Y el famoso canal de Corinto, que, desde 1883, une las aguas hasta entonces separadas por un brazo de tierra. Hoy ver cómo es conducido un barco por aquellas estrecheces (23 m) de un gran tajo de paredes profundas es un espectáculo. Quizá sea el momento de advertirle que ha de tener cuidado con el tráfico: los griegos a veces son poco respetuosos con las señales. Hay una incipiente moda de los candados del amor atrapados en las barandillas del puente. Cuentan incluso que ha habido algún intento de lanzarse a las aguas del canal por quién sabe qué desilusiones amorosas, cercanas a la tragedia clásica.
No sé si tiene decidido detenerse en la ciudad, famosa desde la antigüedad, patria de Periandrio, uno de los Siete Sabios de Grecia. Si lo hace, no deje de visitar Akrokorintos o Corinto Alta, sobre todo por las murallas y las vistas espectaculares. Recuerde que son famosas sus uvas, vino y pasas. Estas, pequeñas, es posible que estén en trance de desaparición por una de tantas decisiones de la Comunidad Europea, que introdujo aquí viñas francesas. La fama, de cualquier forma, tiene su peaje histórico: en el teatro antiguo a los borrachos se les representaba con sombreros de Corinto. Algo tendrá el agua cuando la bendicen. Recuerde que a los habitantes de la población en que se encuentra, en la que el santo permaneció durante dos años, san Pablo les dirigió dos cartas, dos epístolas, parte del Nuevo Testamento bíblico. Hablando de escritos, difícilmente aparece en las guías el nombre de Lais de Corinto, que, como Safo de Lesbos, fue famosa poeta en el siglo III a. C. Poeta y hetera, una dama de compañía –hay cierto eufemismo en el asunto-, de la que se afirma ser la mujer más bella de su tiempo. Cuentan que entre sus muchos amantes hay que anotar al filósofo Arístipo, que identificaba el bien con el placer, y al campeón olímpico Eubotas de Cirene. El papel cuché de rosa ha cambiado muy poco con el tiempo, solo que el final de Lais estuvo marcado por la soledad y el alcohol.
No dé muchas vueltas al asunto porque el paisaje exige atención. Se espesa progresivamente la vegetación. Vamos camino de Epidauro. Anote bien el nombre. “Epidauro de los buenos viñedos”. Hoy el viajero llega hasta aquí por conocer el magnífico teatro del siglo IV a. C., inevitable por ser, sin duda, uno de los lugares más fascinantes del país, según múltiples testimonios. Dicen los versados en el asunto que es el mejor conservado, apenas restaurado porque la tierra de la montaña en que se asienta se encargó de sepultarlo y preservarlo. De excelente acústica y con capacidad para unos 14 000 espectadores, el actual festival veraniego de teatro que en él se celebra está marcado por el interés y el éxito. Muy cerca, un pequeño museo, curioso, nos recuerda que este espacio estuvo dedicado a Asclepio, Esculapio, “el dios médico”, en cuyo santuario se practicaba la medicina –se creó una verdadera escuela-, con frecuencia a través de la interpretación de los sueños. Seguramente que en el museo le llamará la atención los instrumentos médicos utilizados en la época.
La naturaleza va ganando en intensidad y belleza. O al menos me parece, fascinado siempre por la omnipresencia de los mares griegos, salpicados constantemente por las pequeñas islas mágicas que los pueblan. El mar se hace encanto en Nauplia, la que fuera primera capital de la Grecia moderna, a donde nos dirigimos. Situada en el golfo que lleva su nombre, también conocido como Golfo Argólido (estamos en esa comarca), pasa por ser la ciudad más agradable del Peloponeso. Nada mejor que caminarla: calles estrechas, casas encaladas, fuentes turcas, palacios venecianos, museos para muchos gustos, terrazas y restaurantes…, una ciudad viva y animada que merece la pena, como sus alrededores, con buenas playas, especialmente la de Karathona, a cuatro kilómetros del núcleo. Ahora bien, hay dos razones imprescindibles e imperdonables. Dos fortalezas. La de Palamidi, después de tantos escalones merece la pena por las vistas. El fuerte de Bourtzi, en una isleta de la bahía, fue fortaleza defensiva y allí se detenían los barcos para pagar los derechos de entrada. Como las cosas cambian con los tiempos, durante el siglo XIX y principios del siguiente fue residencia del verdugo local. Puede visitarla con la seguridad de que ya no se encontrará con él. Hace mucho tiempo que residen en el limbo. O en el Olimpo. Quién sabe.
De Nauplia a Micenas, el último punto del recorrido, subiendo unos kilómetros hacia el norte. Seguro que encontrará otras razones para detenerse en el camino, como pueden ser las macizas murallas de piedra de Tirinto con sus corredores abovedados. Micenas era el reino del héroe homérico Agamenón durante la guerra de Troya. En la Ilíada se expone una relación de los dominios de este hombre que, según su etimología onomástica, era resuelto y obstinado.
El recinto arqueológico de Micenas, Patrimonio de la Humanidad (1999) está a 90 km de Atenas. Mida el tiempo, u olvídese, según qué planes tenga. Le recuerdo lo imprescindible. Verá fácilmente que se trata de una ciudad fortificada a la que se accedía por la famosa y magnífica Puerta de los leones, símbolo de la divinidad, aunque la forma triangular no permita incluir las cabezas. Problema de equilibrio. La ejecución arquitectónica más característica y conocida de la ciudad, las murallas, se construyeron en un estilo conocido como ciclópeo: los bloques de piedra eran tan enormes y pesados, que en épocas posteriores se pensó que era fruto del esfuerzo y del trabajo de los cíclopes, que así se llamaban aquellos gigantes de un solo ojo. Como ve, la mitología es capaz de explicar todo. No le dé muchas más vueltas. Siga en el recorrido de la acrópolis, en cuya zona más alta estuvo el palacio real, el palacio de Agamenón, del que apenas quedan vestigios, pocos de las tumbas del círculo funerario, donde se encontró la famosa máscara que se creía enterrada con Agamenón. El rico tesoro conforma un lote –máscara, corona, joyas…- de unos catorce kilos y uno de los mayores atractivos del museo arqueológico de Atenas, que no se puede perder, por supuesto. Micenas tuvo fama proverbial en la antigüedad de ser una ciudad rica en oro.
No pase por alto, por favor, el llamado Tesoro de Atreo, una impresionante tumba circular abovedada de notables proporciones y llena de curiosidades, a las que puede añadir, seguramente, en silencio, nuevas historias, ejemplarizantes o menos, y más misterios al misterio. Digo en silencio porque, de lo contrario, la acústica se encargará de difundir sus añadidos. Quédese también con el gran dintel de la puerta de entrada.
En busca de un nuevo destino, a la salida, el cementerio del actual pueblecito de Micenas confirma que los griegos de hoy son enterrados sin ningún boato. El viaje también enseña los contrastes.