El bierzo en la mirada

Ahora que la vida me sitúa en un feliz extrañamiento en León, las visitas a la tierra berciana resultan más intensas y valoradas. Un Bierzo que jamás se me irá de la mirada y el corazón como resultará a aquel que ose atravesar el mar de nieblas y abrir sus sentidos a una comarca llena de belleza, especialmente en otoño.

Cualquier rincón resulta perfecto para perderse: la inmensidad del Valle del Silencio, el eco de los pasos que se pierden por la señorial Villafranca del Bierzo, el vergel hecho paraíso de los Ancares o la tierra anaranjada entre castaños y cuevas arañadas a las entrañas en Las Médulas. Pero mis viajes siempre tienen parada en el hogar: la casa familiar de la calle del Oro, como el que los romanos arrancaron a la montaña, en el barrio del Temple, la orden de caballeros que hicieron bastión en un castillo donde de niños nos perdíamos entre maleza y piedras.

Juegos en la calle, aventuras a pie de andén en la estación de la MSP cuando el carbón era el oro negro y tiznaba nuestras caras, los intentos de ocupación del aserradero de la avenida de Portugal, los misterios que se ocultaban tras la tapia gris que defendía la propiedad minera y que resultaba altísima para los que de aquella no levantábamos un palmo. La calle se llenó de coches, los trenes dejaron de llegar, el aserradero tornó en viviendas y los muros del misterio cayeron regalando a la ciudad un magnífico parque de juegos y paseos. Muchas cosas han cambiado, sí. Pero ahora que mi vida mira a través de los ojos de Mateo y Martín, observo con alegría cómo los cisnes del parque del Plantío siguen causando los mismos sentimientos de temor, curiosidad y cariño que antaño. Lástima que ‘Pepe el Barquillero’ solo pueda ahora regalarnos una sonrisa de bronce.