Diario de León

El tren del chocolate

Una vez más atravesé la bahía de La Habana, ahora hacia Casablanca, desde el nuevo embarcadero. Apenas llegado a la otra orilla, la estación del tren que busco. No sé a qué se debe esta afición mía por los trenes, de forma especial por aquellos antiguos que conservan un aire entre sentimental y nostálgico.

ALFONSO  GARCÍA

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ALFONSO GARCÍA
León

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E ste, en concreto, que parece, en realidad, un viaje al pasado, une la bahía habanera con la ciudad de Matanzas por la costa norte, recorriendo durante el trayecto tres provincias, las dos que asientan la capitalidad en las ciudades citadas y Mayabeque. No tengo intención de hacer todo el recorrido, en torno al centenar de kilómetros, sino la mitad, hasta Hershey. Seguramente entenderá rápidamente las razones. Hasta Hershey, al que después de la Revolución rebautizaron con el nombre de uno de sus héroes, Camilo Cienfuegos, aunque la idea no pareció ser muy feliz ya que prácticamente nadie lo conoce por el segundo nombre.

Hace un siglo que nació el tren del chocolate de Central Hershey, en los años en que la caña de azúcar regía aún los destinos económicos de la isla. El norteamericano Milton S. Hersey, que había levantado una gran industria chocolatera en su ciudad natal de Pensilvania, sin duda la más grande y notable del país, buscó una alternativa al azúcar procedente de la remolacha europea. Y la encontró aquí, asegurando de esta manera el abastecimiento de sus fábricas. Al tratarse de una zona de difícil acceso y malas comunicaciones, la solución pasó por construir un ferrocarril, el primer y único tren eléctrico que ha tenido Cuba, aunque me aseguran que en los primeros tiempos fue de vapor.

Ya tiene el lector una explicación. Falta otra. La del destino propuesto.

Pude constatar el aprecio y el cariño que estas gentes sienten aún por ‘Mr. Hershey’, que visitaba frecuentemente la zona, en la que realizó una importante labor social. Él fue el dueño de uno de los ingenios azucareros más emblemáticos que tuvo Cuba. Y allí construyó un pueblo modelo — todos lo conocen como ‘Central Hershey’—, siguiendo la estructura de su ciudad natal, Derry, en Pensilvania: casas adosadas para sus empleados escuelas para sus hijos, centros médicos, farmacias, tiendas, instalaciones deportivas, en fin todo lo necesario para una vida cómoda.

Milton Hershey vendió el ingenio en 1946 y, nacionalizado con el triunfo de la Revolución, se mantuvo activo hasta 2002. La caída de los precios del azúcar y la desaparición de los principales mercados cubanos internacionales precipitaron su ruina y olvido. Visitar aquellas ruinas, y por eso les recomiendo el viaje, es visitar una parte de una historia entrañable. Aún viven allí algunas personas. Y los habitantes de la zona se dedican ahora laboralmente a la industria del petróleo, del ron —la fábrica de Habana Club está en Santa Cruz, a tres kilómetros—, el campismo y el turismo —ocho kilómetros es la distancia a la famosa playa de Jibacoa—…

— Los soldados americanos de la Primera Guerra Mundial —me cuenta Carlitos, incansable y ameno contador de historias y anécdotas— llevaban en la mochila chocolate de Hershey, que lo fabricó duro a fin de que no se deshiciese… De aquí llevaron durante muchos años el azúcar para la Coca-Cola y la Pepsi…

Pegué bien la hebra con Carlitos, un moreno simpático y buenazo que conocí en la estación de Casablanca. Resultó ser el maquinista del tren. Compartí con él la cabina de mando durante buena parte del trayecto.

El viejo tren, una auténtica reliquia, sigue vivo, aunque viejo y destartalado, como transporte de viajeros. Un transporte público necesario y barato a lo largo de esta línea para sus habitantes y algún que otro turista, escasos, que viajan en estos vagones de segunda mano adquiridos en Barcelona en 1947.

—Calcula una hora y media hasta Hershey.

Tres frecuencias diarias. De madrugada (4’45), a mediodía (12’20) y por la tarde (4’30).

Arranca. Con puntualidad. Vistas a la bahía, estrecheces entre viviendas, vegetación e industrias. Suben y bajan viajeros, que se saludan con familiaridad. Parece que se conocen de siempre. «Son muchos años viendo las mismas caras», apostilla el maquinista, que intensifica la atención a los mandos, más si cabe. A la lentitud del convoy —la excepción de los 60 km/hora es una proeza— se añaden, en escasas ocasiones, es verdad, algunas paradas imprevistas, alguna que otra marcha atrás y ciertos brincos de caballo, aunque sea este de hierro. Lo cierto es que el asunto quedó solucionado pronto. A un problema técnico, soluciones caseras pero eficaces. Definitivamente los tres componentes de la tripulación son unos fenómenos, además de tipos excelentes.

La conversación se intensifica en los vagones. Cuántas historias se esconden detrás de cada una. Parece una excursión de vecindad, y el tren, entusiasmado, trota un tanto desbocado a medida que la campiña va adquiriendo la condición de paisaje más intenso, recortando el horizonte plátanos y palmeras. La omnipresencia del marabú convive con otra vegetación desigual, pájaros, pequeños ríos, casitas aisladas o mínimamente agrupadas desde las que alguien siempre levanta la mano para saludar a los viajeros, animales que, en algún caso cruzan las vías con parsimonia o despavoridos…

—¿Y si matáis a alguno de esos animales? —pregunto.

—No pasa nada —sonríe Carlitos—, no sería nuestra la culpa. Se reparte entre la tripulación y… que nos aproveche.

Risas. La montaña crece y el verdor se intensifica. Estamos en Hershey, cuya estación forma parte del Patrimonio Nacional, el centro neurálgico y más importante de esta comarca. Lo comprobará fácilmente. Con los datos que tiene, no está de más dar un paseo para hacerse una idea.

Entérese bien de los horarios de vuelta para precisar el tiempo de que dispone.

Carlitos y sus compañeros siguen rumbo a Matanzas. Nos despedimos. Es nueva la tripulación del regreso. Parece que el nuevo maquinista puso más el pie en el acelerador y el tren del chocolate engulle kilómetros con más ganas. El traqueteo adormece a un par de viajeros bien cargados de ron. Los apeaderos se levantan sobre un pedestal, generalmente de cemento, que facilita el acceso al tren al situarlos a la misma altura. Parece que todos tienen prisa por llegar a casa, sospecho que después de otra jornada de trabajo. Los viajes en tren siempre levantan sospechas y suposiciones y uno se puede inventar fácilmente la película de la vida de quien va dormido frente a nosotros, del que come a nuestro lado o del que habla sin fin, al lado de la puerta mientras hace un esfuerzo gigantesco para no dormir el que le escucha o simula hacerlo.

Subieron también en Hershey un grupito de estudiantes adolescente que, después de la jornada lectiva, regresaban a su pueblito o su casita campesina. Me preguntaron por mi origen y, al saberlo, fue interminable la cascada de curiosidades, especialmente sobre cantantes y futbolistas de relumbrón. Les expliqué que la realidad, la vida en general está fuera de estos ámbitos. Lo entendieron perfectamente. Cuando llegaron a su destino, común y cercano, se despidieron de mí con una educación y un cariño difíciles de olvidar. Antes me habían pedido unas fotos. Me acompañan.

El resto del trayecto lo ocupó el pensamiento, perdida la mirada en el paisaje. Me parecía muy idílico el viaje, hasta que un par de kilómetros antes de la estación de Casablanca la invitación a abandonar el tren, por no sé qué problemas técnicos, me devolvió a la realidad: caminar hasta la lanchita.

Llovía suavemente sobre la bahía. Hay días grises que arrojan mucha luz sobre el horizonte.

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