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En primera línea del cielo

El Cementerio de León tiene escrita en mármol y lápidas la historia de la ciudad. Un pequeño museo de arte funerario que el Ayuntamiento y Serfunle han mostrado en unas visitas turísticas guiadas que no se volverán a repetir hasta el próximo año. Pero si no se quiere esperar, el 1 de Noviembre es una buena fecha para dar un paseo entre almas

La tumba que Secundino Gómez y María Álvarez Carballo mandaron levantar al afamado arquitecto Fernando Arbós en memoria de su único hijo y heredero Pedro, muerto con apenas 20 años. Es parte de la ruta turística creada por el Ayuntamiento de León y Serfun

León

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Aquí está escrita en lápidas la historia de León. Muy viva. En el cementerio. Son mucho más que nombres de calles. Personajes históricos a los que una tumba convierte otra vez en mortales.

El cementerio de León es un pequeño museo de arte y un libro de historia abierto. Sus capítulos son muy breves, apenas un nombre, unas fechas y, quizá, una dedicatoria. Y, sin embargo, cuentan mucho.

El de San Froilán no es el único camposanto de la ciudad. En realidad, ni siquiera empezó siendo santo. Era público, no católico, propiedad municipal. Es el último de una larguísima lista que, durante siglos, ocuparon la ciudad. Estaban los de las iglesias y parroquias, el de la Catedral, los de los conventos, los que se abrieron en los monasterios, los de los hospitales de la ciudad, el de la Era de Moro, el Prado de los Judíos, el Hospicio que había en San Francisco, los romanos de las afueras de la ciudad, los de las pedanías, el judío de Puente Castro, la fosas comunes de la Guerra Civil en los Altos de la Candamia y el Campo de Tiro de Puente Castro (ahora los jardines Aljama), el del solar de la vieja Casa de Socorro, el malvar de la calle Villabenavente al que se accedía por la calle Arco de Ánimas, el malvar donde se enterraron en junio de 1810 al menos a 200 franceses muertos en la Guerra de Independencia, el de la carretera de Asturias y hasta uno en la calle Santa Nonia, quizá paleocristiano, próximo a la capilla del Dulce Nombre y en donde la leyenda dice que fueron tragadas por la tierra santa Nonia y su hija Nonita después de contemplar el martirio de sus hijos. Cincuenta al menos.

Al actual cementerio, el de San Froilán, a las afueras de la ciudad, costó menos llevar las lápidas y enterrar allí a los leoneses que inaugurar el otro cementerio, el que le precedió, el de los Altos de Nava, en la Carretera de Asturias, en el solar que fue la Maternidad y ahora es la Residencia de la Tercera Edad Santa Luisa, propiedad de la Diputación. Fue el primer cementerio municipal de León. Se abrió en 1809 en las fincas contiguas a la ermita de San Esteban, lugar de milagros y eremitas. Se necesitaron varios bandos y muchos apercibimientos municipales para que se usase. El motivo: que los enterramientos los estrenó un personaje local apodado Barrabás, según recoge Patrocinio García Gutiérrez en su publicación de 1991 ‘La ciudad de León durante la Guerra de la Independencia’ y el historiador Alejandro Valderas en un informe para el Ayuntamiento de León. No pasó en el de San Froilán. Quizá porque el primer enterramiento, el 1 de febrero de 1932, fue el de una mujer, Julia Gracia Hernández de Sáez (Patio de San Froilán, Cuartel A, Galería B), fallecida en Ceuta y trasladada a León. Allí sigue su nicho, en mármol blanco, con la inscripción JHS. El segundo fue el de Lucía Medina de Cima, fallecida el 1 de febrero de 1932 a los 68 años, viuda del maquinista de la Sociedad Electricista Antolín Arias Díez, madre de la practicante Consuelo Arias y suegra de José Hernández y Hernández, del Comercio de Astorga, familia muy conocida en el Barrio del Mercado y en la calle Puerta Moneda, donde vivía y donde se instaló la capilla ardiente, llamada por aquel entonces casa mortuoria. A las 10 de la mañana se despidió la comitiva fúnebre en Santa Ana y minutos después fue inhumada.

Lugar donde está el primer enterramiento del cementerio de León, el 1 de febrero de 1932: el nicho de Julia Gracia Hernández de Sáez. SECUNDINO PÉREZ

En el primer patio que se abrió en el cementerio, que tomó el nombre de San Froilán, están también un grupo de pequeños nichos donde han sido enterrados niños, infantes fallecidos sin llegar a cumplir ni siquiera la mayoría de edad (Patio de San Froilán, Cuartel A, Galería A).

Osario de bebés en el cementerio de León. SECUNDINO PÉREZ

Allí están las primeras tumbas de este cementerio, algunas trasladadas piedra a piedra desde el de la Avenida de Asturias, por eso se ven fechas anteriores a su apertura. El de la familia de la Condesa de Sagasta entre ellos. El mausoleo de Octavio Álvarez Carballo, otro. Pero no todos. El Ayuntamiento permitió a los propietarios de nichos en el cementerio antiguo llevarse las lápidas. Algunas familias optaron por meterlas en casa. Lo hizo la familia Barthe, que colocó la lápida del abuelo en el portal de la calle Platerías, pegando a la Farmacia Barthe, hoy de Ana Martínez Pérez. El resto pasó a ser propiedad municipal. El Ayuntamiento reutilizó las planchas bendecidas para adoquinar algunas calles. El mármol azulado de Lois, grabado con nombres propios y fechas, es visible en la esquina de la calle Santa Nonia con República Argentina (junto a una tienda de toallas), en el Barrio de San Esteban (en la calle Maestro Uriarte, a la que se accede por las escalerillas de Álvaro López Núñez y que desemboca en la carretera de Asturias, donde se leen los nombre de los muertos en los cantos de los bordillos) o en la Plaza Mayor, bajo los soportales, ahora desaparecidas después de la última remodelación.

Lápidas en los bordillos del barrio de San Esteban, en la calle Maestro Uriarte. JESÚS F. SALVADORES

El rastro de los masones es visible en el cementerio de León desde la misma puerta, en los pebeteros que acompañaban a las esferas celestes, en el Mausoleo de los Hombres Ilustres propiedad de la Diputación o en las amapolas de simbología masónica de la bellísima verja de lo que fue la Maternidad.

Masones eran, a escondidas, un puñado de empleados y concejales del Ayuntamiento de León de los años 20, entre ellos su secretario. Nadie lo habría sabido, pues estaban perseguidos por la dictadura de Primo de Rivera, si no hubiera sido por el sumo aburrimiento en el que se sumía el funcionario durante los plenos municipales. En las actas, que se conservan en el Archivo Municipal de León, garabateó criptografía masónica, un complejo cifrado que cambiaba las letras por símbolos basándose en un diagrama. Fueron los mismos que fundaron la Cultural y Deportiva Leonesa, un ‘partido político’ que se presentó como una fundación para ser legalizado y que tenía un equipo de fútbol, lo único que sobrevivió.

No había en sus tumbas ni una sola cruz, pero sí mensajes ocultos. A la vista están en el panteón de la Condesa de Sagasta y su esposo, Fernando Merino, farmacéutico, empresario, emprendedor, político y cacique. La fabulosa tumba que se construyó el matrimonio es ahora el Panteón de los Hombres Ilustres de la provincia (Patio de San Marcelo, Cuartel D, Manzana F, número 1), que está vacío, no por falta de eminentes leoneses sino por la costumbre tan humana de enterrarse con los antepasados, con la familia. Normal que la tumba de Esperanza, la hija de Práxedes Mateo Sagasta, presidente del Consejo de Ministros en siete ocasiones, y de Ángela Vidal Herrero tenga esa simbología. Y también el vertiginoso ascenso de su marido, Fernando Merino Villarino, que acabó siendo ministro de Gobernación durante el reinado de Alfonso XIII, gobernador del Banco de España y gobernador civil de Madrid, propietario de la Farmacia Merino y de la que quizá fue la primera industria farmacéutica de León, extramuros, en el barrio de San Pedro, por debajo de la Catedral, y al que la leyenda negra de León atribuye el derribo de Puerta Obispo para que pudiera pasar su coche, el primero de León, para llegar desde la calle Ancha a su despacho en la fábrica. Normal porque Práxedes Mateo Sagasta, además de ingeniero de caminos, político, varias veces presidente del Consejo de Ministros y un orador portentoso, era Grado 33, el jefe de la Masonería en España.

El Panteón de los Hombres Ilustres, que fue la fabulosa tumba de la Condesa de Sagasta hasta que sus descendientes se la vendieron a la Diputación Provincial. SECUNDINO PÉREZ

La muerte de Esperanza sumió a Fernando Merino en una ruina espiritual y económica. Dicen que cada noche, se hacía llevar en el tren Correo a Madrid la recaudación diaria de su farmacia. Acabó suicidándose el 1 de julio de 1929 en su domicilio, en la calle Sierra Pambley, en la casa que Zuloaga vistió de arte con sus azulejos, en donde dicen que de noche vaga un fantasma. Sus restos y los de la Condesa de Sagasta están enterrados ahora en tumbas mucho más modestas que la fabulosa cripta a la que se accede por una puerta con las dos columnas del Templo de Jerusalén, uno de los símbolos de la Masonería, y que fue vendida a la Diputación de León por sus herederos. Dicen que no volvieron por la ciudad. Incluido Fernando Merino y Gómez, el último Conde de Sagasta, el V, y heredero de la estirpe.

El cementerio de León tiene clase. Y clases. Comparten barrio funerario en el patio de Nuestra Señora del Camino prohombres y desheredados de la historia.

De mármoles blancos y de color, bronces de la Fábrica de San Juan de Alcaraz, mosaicos de Venecia y azulejos sevillanos levantó en León el afamado arquitecto Fernando Arbós y Tremanti —diseñador del Cementerio de La Almudena en Madrid, ejecutado por Francisco García Nava— la tumba del joven Pedro Gómez y Álvarez Carballo, muerto el 2 de octubre de 1896 con tan solo 20 años, heredero, hijo único, que dejó huérfanos a sus padres, Secundino Gómez y María Álvarez Carballo. El conjunto (Patio de Nuestra Señora del Camino, Cuartel C, Manzana F, número 7), imponente, se trasladó piedra a piedra desde la Carretera de Asturias, sin escatimar gastos.

En ese mismo patio está la modesta lápida de Miguel Castaño, periodista, político socialista, alcalde de León durante la II República, fusilado junto a 14 personas más por el ejército franquista poco después de comenzar la Guerra Civil, el 21 de noviembre de 1936, en el Campo de Tiro de Puente Castro, ahora jardines de Aljama, que se extendía hasta la tapia del Cementerio. Mármol blanco, puro y simple para honrar la memoria de un hombre con nombre en una calle de León y claveles siempre frescos, rojos, en su nicho (Patio de Nuestra Señora del Camino, Cuartel B, Galería A, Fila 3, número 25). Es el mismo patio en el que está la sepultura de Julio del Campo, el cantero ilustrado que se convirtió en promotor de viviendas para pobres y que donó a la ciudad unas escuelas en la calle que lleva su nombre. Su enterramiento (Patio de Nuestra Señora del Camino, Cuartel A, Manzana D, número 11), es un ejemplo de arte funerario. Obra de Manuel Gutiérrez, descendiente de una familia de escultores y canteros de la Catedral que fue propietaria de una marmolería, lleva labrada la inscripción ‘Con mi fe, mis herramientas y mis libros’ y la talla sostiene una maza en su mano derecha, un crucifijo sobre su cuerpo y tres libros: Vitrubio, Don Quijote de la Mancha y Juan de Arfe.

Mausoleo de Secundino Gómez y María Álvarez Carballo para enterrar a su hijo Pedro, muerto a los 20 años. La tumba es obra del arquitecto que diseñó el Cementerio de La Almudena. RAMIRO

Nicho de Miguel Castaño, siempre con flores. SECUNDINO PÉREZ

Tumba de Julio del Campo. SECUNDINO PÉREZ

Justo enfrente de la de Julio del Campo, pasa desapercibida la tumba de su hermana, mucho más modesta. No lo hace la tumba con un Cristo yacente que es obra también de Manuel Gutiérrez para la familia De Juan (Patio de Nuestra Señora del Camino, Cuartel D, Manzana A), tan admirada que venían de otras provincias para hacer un vaciado en molde de escayola y copiarlo. Tuvo que patentó después de varios pleitos.

Busto y estrofas, las del Himno de León, tiene la tumba de José Pinto Maestro, autor de la letra de la ‘marcha nacional’ de León (Patio de Nuestra Señora del Camino, Cuartel D, Manzana F, número 1) y nombres, placas vacías y los colores de la república el Monumento a la Memoria Histórica, en una de las pistas centrales del Cementerio, que invita al silencio y la reflexión.

El Cristo yacente de Manuel Gutiérrez, tantas veces copiado. SECUNDINO PÉREZ

Tumba de José Pinto Maestro, autor de la letra del Himno de León. SECUNDINO PÉREZ

Monumento a la Memoria Histórica. SECUNDINO PÉREZ

Los nuevos tiempos han llegado con el Bosque de las Almas y sus urnas ecológicas que transforman las cenizas en abono y donde yace, en el árbol 19, el escritor Victoriano Crémer. Y mirando a la Meca, el cementerio de los creyentes musulmanes.

Bosque de las Almas, donde está enterrado Victoriano Crémer. SECUNDINO PÉREZ

Cementerio de los creyentes musulmanes, mirando a la Meca. RAMIRO

No siempre estuvo en paz. En 1975, con Franco vivo, fue profanado. El asunto fue enterrado porque uno de los jóvenes involucrados en esa noche de borrachera de alcohol y desafíos era de una familia protegida por el régimen. Ahí nace la leyenda de las prácticas de ritos satánicos en León.

No hay ya campo para los que no fueron santos. Apóstatas, masones, herejes, excomulgados, suicidas, duelistas, los que hicieron incinerar sus cuerpo cuando estaba prohibido por la Iglesia o pecadores públicos, que fueron enterrados a hurtadillas, a las afueras del Cementerio, territorio de otras almas que no estuvieron nunca en primera línea del Cielo.

Mil historias. Una por cada tumba. Una vida vivida, el recuerdo llorado, el respeto a los que se fueron.