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La isla colombina de silvo

Los Cristianos, al sur de Tenerife, es una ciudad nacida de la nada como lugar de turismo de sol y playa, con playas hoy de notable predicamento. Se nota que es lugar surgido en y por estas circunstancias especiales, aunque uno se pueda dar una idea, por sus montículos y picachos, de su paisaje anterior, originario, de notable carácter volcánico. Y sin embargo, no es el destino sino el punto de partida para ir a otra isla mágica: La Gomera.

ALFONSO GARCÍA

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ALFONSO GARCÍA
León

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P ero no es este nuestro destino, sino la isla de La Gomera. Aunque se lo adelante, seguramente el viajero llegará a la misma conclusión después de la visita: los tópicos están para olvidarlos. Esta isla atlántica, la segunda más pequeña del archipiélago canario, desdice la condición de sol, playa y desierto. Lo comprobará. A las 8’45 sale el ferry en que viajo, de nombre hermoso —Volcán de Taburiente’—, un verdadero buque, sobre todo para los que somos de tierra adentro. Día de sol, aunque el viento suele azotar con frecuencia y fuerza por estos lares. No se engañe. Hoy puede necesitar una prenda de abrigo. La costa de Tenerife se va perdiendo —o ganando, por la amplitud, quién sabe—, con la presencia del caserío asentado sobre las faldas de la cadena montañosa, entre su blanco predominante y la bruma de la mañana. Entre brumas se divisa pronto La Gomera, como un peñón que emerge de las aguas. Apenas 30 km la separan de Los Cristianos. Una hora o poco más. En la travesía no se pierde la referencia visual de las dos islas. A veces, me cuentan, aparecen ballenas piloto. Pero como la visita no es obligada, no tuve la suerte. Me conformé con esta frase de Iván Repila en ‘El niño que robó el caballo de Atila’, novela que acabo de leer: «… mirar al mar es importante porque al hacerlo los hombres pueden remontarse al origen de su especie». Me parece. La lectura ayuda también en el viaje. Un libro es siempre buena compañía.

La Gomera, con un sol aún débil iluminándola, aparece en un golpe de vista unitario, y su capital, asentada en parte sobre una terraza que recortan los acantilados: San Sebastián de la Gomera, conocida como La Villa. De ahí que el gentilicio sea el de villeros, aunque algunos los llamen legañosos, dicen que por el viento habitual que genera legañas en sus ojos. Con unos 8 000 habitantes de los poco más de 20 000 que pueblan la isla, pienso detenerme aquí después de recorrerla, buena parte al menos, antes de regresar para embarcar en el mismo lugar en que atracó el ferry.

La Gomera es pura montaña. Y prácticamente virgen. Las carreteras se empinan entre curvas, barrancos y bancales abandonados, ofreciendo vistas siempre espectaculares, sobrecogedoras en algún caso. Encontrará el viajero más de un mirador especialmente diseñado para provocar estas sensaciones, tan importantes en el viaje. En este en concreto, seguramente la primera impresión sea la de transitar por una isla desértica. Nada más lejos de la realidad. A medida que va ascendiendo es evidente el tránsito del desierto a la selva. Magnífico contraste.

Estamos en el Parque Nacional de Garajonay, declarado como tal en 1981, que protege el más extenso y mejor conservado reino de laurisilva canaria, que, además de identidad de la isla, proporciona recursos valiosos, como el agua. Por estas altitudes encontramos los Roques, esos grandes monumentos geológicos que forman posiblemente el conjunto más importante de pitones volcánicos del archipiélago: Ojila, Carmona, Zarcita, Las Lajas y Agando. Me detengo en el mirador de este último, de tipo puntiagudo, para contemplar lo abrupto del paisaje y su belleza singular. En el centro del Parque –el corazón de la isla-, un bosque emblemático con una antigua laguna en el medio, que se recupera en buena medida, me dicen, en época de lluvias.

Sigo ahora en dirección hacia la vertiente sur. Se ven casas dispersas de turismo rural, muy en boga al tratarse estos lugares de paraíso para senderistas, tan vinculados antaño con los primitivos moradores, los guanches, cuyo origen parece ser africano. Escucho la canción de Benito Cabrera, cuyo estribillo repite las vinculaciones originarias de los gomeros: «Soy América y Europa, mi raíz es bereber…». Apenas acabada, visito el Centro de Visitantes de Garajonay, que ofrece una idea de la isla: etnografía, folklore, fauna, artesanía… Ya en el Valle de las Rosas se encuentra el Barranco de las Suegras, vaya usted a saber por qué.

A pesar de la orografía y sus consecuencias derivadas, el firme de la carretera es una garantía que anoto cuando, ya bajando, me dirijo al pueblo de Agulo, con tres núcleos y en cuyas cercanías comienza el cultivo del plátano. Como aquí. Gastronomía local, con el mojo siempre indispensable y presente. Y aquí, por fin, escucho una hermosa demostración del silbo gomero, que transforma los sonidos vocalizados, inicialmente del guanche, ahora del castellano, medio para comunicarse entre valles y barrancos. Pocos son ya los que lo conocen, aunque para evitar la pérdida del único ‘lenguaje’ silbado del mundo, Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad, su conocimiento es materia en el currículo escolar.

Otra vez a la carretera. Ya en San Sebastián, la Villa recoleta y tranquila en que el tiempo parece adquirir su verdadera dimensión. La camino con la lentitud a que invita. Me fijo obsesivamente en algunas artesanías. Y en ejemplos de arquitectura popular. Visito la iglesia de Nuestra Señora de la Asunción, tan colombina y tan arrasada con frecuencia por las incursiones piratas. Y la casa donde se alojó Colón en su viaje hacia América (aquí se abasteció de agua), hoy convertida en museo de aquellos tiempos y motivos. Y la Torre del Conde, del siglo XIV. Y…, ya a punto de acabar la visita, era hora de tomar el típico café Barraquito o Zaperoco, que alguna diferencia existe.

Pienso en el ferry que deseo volver algún día a la isla colombina del silbo, que ahora entenderá el viajero el porqué del nombre asignado. No sé si por el café, sabroso, o por la hermosura del paisaje. Quizá haya otras razones. El viajero tiene a veces el derecho a enamorarse de los lugares que recorre.

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