El misterio de los círculos
Guachimontones fue descubierto en 1970 y su recuperación se inició en 1996. Es Patrimonio de la Humanidad desde 2004, al ser considerado el único poblado prehispánico de pirámides redondas, cuya belleza se intensifica en épocas de lluvias por la intensidad verde que acentúa todos los perfiles
P ensábamos ir al día siguiente a Tequila, la capital de la ruta de la popular bebida mexicana a la que da nombre. Utilizo el plural porque en esta ocasión me acompañan Elena, Mari Tere y N. Miñambres. Cuando se entera de nuestras intenciones Helio Estévez Mauriz, de origen y corazón leonés, nuestro generoso promotor de recomendaciones y advertencias, apunta con seguridad: «Pasen ustedes por Guachimontones. No se lo deberían perder. Les va a sorprender». Nos miramos, desconcertados por la referencia. Pero decidimos hacer caso a la experiencia y la sabiduría. Anoto, por la circunstancia, el inevitable recurso a la mitología del México prehispánico. Por si acaso: «Mayahuatl, la diosa del ágave, enamoró a Quezatlcoatl, la serpiente emplumada, y cuando la transformaron convirtiéndola en planta, ella manaba un jugo (¿pulque, tequila?) para consolar la tristeza de su amante, jugo que, destilado, hace felices a todos los hombres».
De Guadalajara, punto de arranque y capital, a Teuchitlán, destino, siempre en el estado de Jalisco. Hay que madrugar, sobre todo si se pretenden añadir nuevos intereses a los previstos, más aún cuando están alejados de los tópicos tan característicos. El tiempo nunca se puede estirar, máxima que el viajero no ha de perder de vista. Y aquella otra de Juan Ramón Jiménez: «Cuando vas a un país nuevo, hay que aprender otra vez la naturaleza». Con estas historias de andar por casa enredándose en la contemplación del paisaje, a una hora y pico en coche están recorridos los aproximadamente sesenta kilómetros. Estamos en Teuchitlán, que significa lugar dedicado al dios, punto neurálgico que conforma la llamada ‘Tradición Teuchitlán’, una compleja sociedad prehispánica cuyo desarrollo dominó los valles centrales del actual estado de Jalisco, poco conocida aún, lugar situado junto a una serie de manantiales y la laguna de La Vega, hoy presa, circunstancia que añade un valor nutriente a esta cultura. Le advierto que hay puntos cuya vista ilumina estos paisajes.
Desde Teuchitlán al yacimiento, un corto camino. Pronto encontraremos el alma de Guachimontones, lugar que fue descubierto en 1970 y cuya recuperación se inició en 1996. Es Patrimonio de la Humanidad desde 2004, al ser considerado el único poblado prehispánico de pirámides redondas, cuya belleza se fortalece en épocas de lluvias por la intensidad verde que acentúa todos los perfiles. Es cierto que la dureza de la investigación y otras dificultades añadidas impiden ir sacando a la luz los numerosos testimonios, que, según los expertos, aún mantienen ocultos centros rituales y viviendas. El volcán de Tequila, que también se contempla desde este lugar, domina el paisaje agavero. Nada de extraño tiene que los pueblos prehispánicos de la región la consideraran una montaña sagrada.
Al parecer, el nombre de Guachimontones proviene del vocablo náhuatl Huaxe (guaje) y la palabra castellana montón, de manera que bien podría traducirse como ‘montón de guajes’, si entendemos la última palabra como un árbol que, como comprobará, abunda en el entorno. Lo cierto es que esta antigua cultura llegó a su esplendor del 200 a. C. al 400, desaparecida totalmente hacia el año 900. El asentamiento llama la atención por ser tan distintas las pirámides a las conocidas en otras culturas de México. «Los edificios monumentales están compuestos por cuatro secciones: un altar en forma circular con escalinatas, alrededor de él hay un patio y lo cierra una banqueta que sostiene varias plataformas. Estos círculos concéntricos con estas características representan la única aportación al repertorio mundial de arquitectura». Pirámides circulares y escalonadas, de forma concéntrica, se trata, sin duda, de una cosmogonía sagrada. Sí que, en el silencio matutino y soleado de los últimos días del pasado noviembre, en aquel espacio único de peculiar estilo arquitectónico parecía sentirse una respetuosa presencia sagrada. El viaje siempre es diverso y llama en nuestra puerta con picaportes distintos. «Sentirán siempre la presencia de los dioses en este paisaje también único», profetizó el joven de verbo fácil, sonoro y preciso, educadísimo acompañante que nos mostró este feliz descubrimiento. Como añadidura, el Centro de Interpretación y Museo, equilibrado y didáctico, provoca la curiosidad y la pregunta.
Se trata de un asentamiento posiblemente también comercial, especialmente de obsidiana, vidrio volcánico cuya transformación da vida a diferentes herramientas utilitarias, hermosas esculturas y objetos de ornamento, material que permitió un alto desarrollo durante varias centurias. La agricultura, la caza, la pesca y la alfarería fueron otros medios que les dieron sustento. Los actuales artesanos siguen utilizando estos materiales, y otros, por supuesto, con una llamativa belleza plástica. Lo comprobarán fácilmente entre los más cercanos al yacimiento, que recordará igualmente en poblaciones más alejadas, mecas indiscutibles de las artesanías, caso de Tonalá.
Si todo llamó con intensidad la atención de quien esto escribe, felizmente perplejo por el descubrimiento recomendado, que nada tiene que ver con otras culturas de Mesoamérica, hay dos asuntos de especial incidencia, a los que se alude generosamente en paneles y murales del Centro. En las diversas etapas constructivas se presentan huellas del poste central que evidencian la práctica ritual del ‘Volador’, claro ejemplo de la advocación al dios del viento, Echacatl, tan importante en un pueblo agrícola como este, puesto que el viento es un factor clave que favorece sus cosechas. El sacerdote honraba a la divinidad subiéndose al poste y volando a su alrededor. (Debo abrir un paréntesis para decirles que la casualidad existe. En Tequila, a donde les llevaré en otra ocasión, actuaban —ahora para ganarse así la vida, con la voluntad de quienes contemplan en la plaza— los ‘Voladores de Papantla’ (Veracruz), que me remitieron, inevitablemente, como reminiscencia, a Guachimontones. Un espectáculo, de cualquier forma, lleno de música, color y agilidad).
El otro asunto fue el juego de la pelota de cadera, práctica ritual única en el mundo. En él se conciliaba, sellaban acuerdos y se resolvían conflictos sociales. Fines políticos y religiosos, en definitiva. El juego consistía, usando solo la cadera, en llevar una pelota hasta la esquina del contrario. «Los ganadores eran sacrificados», subraya el joven. Asombro. «Pero —añade— la muerte era un honor, y así alcanzaban la inmortalidad de los dioses—.
Punto final. Estoy convencido de que hoy he intentado plasmar una incitación al viaje. Y es que la visita y la propia experiencia añadirán mucho más de lo que este contador haya dicho. De eso se trata, creo. Eso sí, cuando salgo del yacimiento, perdiendo la vista sobre Teuchitlán, la presa y el volcán, estoy seguro de haber abandonado un lugar mágico. Y místico.
Pirámide circular y escalonada, de arquitectura única, en Guachimontones. Al fondo, el volcán de Tequila.
En el Centro de Interpretación hay murales que aluden al juego de la pelota.
Tequila. Los Voladores de Papantla.
La práctica ritual del “Volador” está muy presente.
Aún quedan misterios encerrados de esta cultura que alcanzó su esplendor del 200 a. C. al 400.