El valle de los piratas
Masca, el Machu Pichu canario, resume el Tenerife más mágico, remoto y auténtico
Felipe ‘el guanche’, o ‘el guanche’ Felipe, que no me aclara la precisión del nombre ni su razón, me recomienda encarecidamente la visita de Masca. «Es el Machu Pichu canario», dice. Cuando regreso me interroga con la mirada. «No me gustan las comparaciones viajeras —le digo—. Masca se me antoja imprescindible, mágico, posiblemente el Tenerife más remoto y auténtico. Pero he encontrado otro nombre para su entorno: el Valle de los Piratas». Hace una mueca de extrañeza. Se ríe.
Salgo temprano de Icod de los Vinos, La Ciudad del Drago, el árbol milenario convertido en su símbolo más emblemático, quizá de toda la isla. Les dejo el apunte de dos lecturas, por si acaso: «A la sombra del drago», de Tonny Vos-Dahmen von Bochholz, y «La senda del drago», de José Luis Sampedro. Paso por Garachico, con sus piscinas naturales, camino de Buenavista, que se convierte en verdadero punto de arranque de este viaje. Estamos en las proximidades de la punta noroeste del Macizo del Teno, en el que se encuentran diversos caseríos, entre ellos el de Masca. El relieve volcánico del entorno está surcado por profundos barrancos y acaba bruscamente en el mar, en la zona conocida como Acantilado de los Gigantes, una serie de altos precipicios que se desploman sobre el mar llegando incluso a los 500 m de desnivel. En algún tramo del recorrido, es verdad, los profundos barrancos parecen ponernos al filo del abismo. Esto añade belleza. Precaución, la aconsejable. Estamos en un escenario primigenio de alta montaña y de notables subidas y bajadas.
Pronto estamos en el Mirador de Baracán, una de las encrucijadas de antiguos caminos. Después de pasar por algunas casitas que, como todo por aquí, están cercadas por valles cerrados que hablan, sin duda, de antiguos aislamientos. Nada de extraño tiene que sea esta, y otras del archipiélago, isla de miradores. Y de cruces, como añadidura. Desde el mirador, que no pierde al Teide de vista –creo que apenas desaparece en ningún momento—, quizá pueda apreciar el cambio de clima que hay entre las vertientes norte y sur. Sí, desde luego, la fortaleza de algunos barrancos –anote el de los Carrizales— y el Valle de El Palmar. Advierto al curioso que El Palmar y Los Carrizales son dos pueblecitos por los que hemos pasado, antes de llegar a un nuevo mirador, el de la Cruz de Hilda, con un paisaje igualmente sobrecogedor, que puede contemplarse desde la azotea de un establecimiento hotelero. Vuelan algunos pájaros, sin rumbo, jugando con el viento, dejándose llevar. Quizá sea el momento para descansar un rato ante la vista serena y abierta de barrancos, bancales, palmeras… O «el rabo de gato», que, según reza una cartela informativa, «es una planta invasora originaria del continente africano. Su atractiva inflorescencia, de color púrpura, ha favorecido su uso como planta ornamental. En Tenerife, esta especie invasora se ha expandido incontroladamente, cambiando el paisaje y comprometiendo la conservación de las comunidades vegetales y animales nativas».
Me acompaña Domingo González, buen conocedor de la zona. Ya me había indicado desde algún rincón la presencia de Masca o el camino que desde el mirador conduce, a lo largo de un kilómetro y medio, hasta este pueblo, realmente pintoresco y hermoso, cuyas casas, a unos 800 m de altitud, se alinean sobre la cresta de una montaña. Creo que fue Azorín el que afirmó que el paisaje es el hombre. Casi prefiero no hablar ante este escenario que contemplo, aunque estoy más convencido de que el paisaje hace al hombre. Recórralo.
Con apenas un centenar de habitantes hasta hace no tanto dedicados a la agricultura –fueron famosas siempre sus cebollas—, el secular olvido en que vivió hasta tiempos recientes, sin apenas comunicación –solo el Camino de los Guanches les permitía llegar con cierta comodidad hasta Santiago del Teide—, ha hecho posible la excelente muestra de arquitectura popular, con no pocos avatares históricos. En este Caserío de Piedra ha de anotar la Casa de los Avinculados, el Museo Etnográfico o la iglesia, del siglo XVIII. A su lado, el reconocimiento con busto a José Pérez González, ejemplo de la lucha contra la incomunicación sufrida. No sé qué pensaría hoy de la más que notable afluencia de turistas.
Si las vistas son inolvidables, se acentúan si decide el recorrido de algún sendero, para todos los gustos. Sobre todo –preguntar, informarse y preparar es actitud que honra— si decide la bajada, bien señalizada, del barranco que conduce a la playa, con muchas posibilidades y gratas sorpresas. Sus múltiples descubrimientos le pertenecen. Entenderá, entre tantas otras cosas, que estos parajes sirvieron en su tiempo como escenario para los piratas que merodeaban por la isla. Por su difícil acceso y porque, según me cuentan unos y otros, era un escondite perfecto para sorprender y asaltar los barcos que venían de América. Entenderá que ponga este acento en el título. Solo falta, para completar la historia, que alguien narre alguna aventura pirata y atractiva o rescate, quizá invente alguna leyenda que fortalezca la atracción. Parece que un espacio entre el mito y la magia que no tenga su propia leyenda es más débil. Parece, digo.
No regresamos por el mismo camino. Para contemplar la panorámica, decidí que fuese por Santiago del Teide, con un clima estable durante todo el año, asentado en una llanura del valle, con la tradición de la riqueza de la miel y la custodia vigilante del Teide. Pronto estamos en Icod de los Vinos, el lugar de cita para emprender este viaje. Hemos hecho una especie de recorrido circular. Desde aquí se abren los contrastes y los caminos, que en una isla siempre conducen al mar. Estamos a unos treinta kilómetros del Puerto de la Cruz. Usted tiene su propio destino. Yo le dejo aquí. Anda una máxima de José Vasconcelos rondándome la curiosidad: «Un viaje, como un libro, se comienza con inquietud y se termina con melancolía». ¿Será así?