La catedral de los normandos
Palermo-Monreale-Cefalú son el eje de una serie de edificios religiosos y civiles sobresalientes durante el reino normando de Sicilia (1130-1194) que, en conjunto declarado Patrimonio de la Humanidad, son un ejemplo excepcional del sincretismo socio-cultural que entrelaza las culturas occidental, bizantina e islámica
Es inevitable el paseo por las calles sorprendentes y estrechas de Monreale.
Sicilia es una isla fantástica. Casi de ficción, de leyenda, de sueños. O de todo a la vez, sin saber con precisión dónde se encuentran los límites. Su recorrido nos lleva de una sorpresa a otra. Es bueno que el viajero no sea reticente a dejarse sorprender, actitud sin duda que forma parte esencial del viaje. Lo pienso en Palermo, otra de las ciudades por las que un día caminaremos juntos, a punto de iniciar camino a Monreale, acaso convencido –la recomendación es insistentemente tenaz- de la continuidad delicada de mosaicos dorados y artesanados sorprendentes. Entre tantas otras cosas, por supuesto. Monreale está a tiro de piedra, apenas ocho kilómetros. Sería una pena sin adjetivos dejar pasar la ocasión, que, como prevención, nunca sabemos si definitiva. Le advierto, como anticipo y argumento, que Palermo-Monreale-Cefalú son el eje de una serie de edificios religiosos y civiles sobresalientes durante el reino normando de Sicilia (1130-1194) que, en conjunto declarado Patrimonio de la Humanidad, son un ejemplo excepcional del sincretismo socio-cultural que entrelaza las culturas occidental, bizantina e islámica. El intercambio dio lugar a una expresión arquitectónica y artística basada en nuevos conceptos de espacio, estructura y decoración que se difundieron ampliamente por la región mediterránea.
Desde el aparcamiento, un centenar de escalones, sobre los que asientan sus reales todo tipo de vendedores que proclaman la bondad de souvenirs especialmente, hasta llegar al meollo esencial de la ciudad –pequeña y manejable-, il duomo, su atractivo fundamental, lo único que queda, por otra parte, junto al claustro, del antiguo complejo monástico benedictino. Tiene la magia su asentamiento en la montaña, el Monte Caputo, conocido como la montaña de los reyes normandos, que no en vano fue lugar por excelencia de diversión y caza de aquellos monarcas. Esta situación provoca, como consecuencia prácticamente lógica, la visión de una verde llanura, el Valle de Monreale, también conocido como la Cuenca de Oro. Sí, desde luego, de vinos excelentes a los que uno se apega sin ninguna dificultad. Y es que cuando en el viaje se dan la mano el paisaje de una población singular con un hermoso laberinto de calles, la importante presencia arquitectónica del pasado y los pequeños placeres de lo cotidiano, ¿qué más se puede pedir?
Vamos al asunto principal, con unas palabras prestadas de David Cabrera: «Afirma la leyenda que una buena noche, tras una extenuante cacería y su posterior sueño reparador, el rey normando Guillermo II ‘el Bueno’ tuvo una visión en la que se le apareció la Virgen desvelándole el lugar (la finca de caza de Mons Regalis) donde su padre, Guillermo I, había ocultado un importante tesoro. Nada más despertar, el rey mandó cavar en el punto exacto donde había soñado se encontraría el tesoro y allí efectivamente se descubrió un cofre repleto de monedas de oro, dinero que el buen rey utilizó para erigir un templo en honor de la Virgen María. Pero todo apunta a que esta leyenda enmascaraba la necesidad real del monarca de hacer frente al creciente poder que acumulaba el arzobispo de Palermo, Gualtiero Offamilio y los señores feudales contrarios al rey. En cualquier caso el sueño cobró forma en la catedral de Monreale, revelándose a los ojos del mundo como un tesoro verdaderamente grandioso y la construcción normanda más importante de Europa».
Aunque el origen apunta hacia los árabes, Monreale tiene raíces inciertas. No así la catedral (1174-1182), que predica, como en tantos otros casos dispersos por el mundo, cómo los reyes, normandos en este caso, sabían perfectamente que con la religión y el arte se transmitía muy bien la idea de poder. Y es que para el pueblo sigue siendo una tentación la Puerta del Paraíso, que se abre en contadas ocasiones, la presencia de la Virgen del Pueblo o la Biblia de los Pobres, que todos pueden ‘leer’ las imágenes de la historia de la salvación y en cuyo relato cualquier elemento tiene un importante valor simbólico. Y, sobre todo, la belleza. Belleza a raudales que concita la presencia permanente de muchísimos visitantes, como en la de Palermo, con la que existe una no disimulada rivalidad, en la que, por supuesto, no entro. Ambas son un gozo. O cada una tiene sus propios gozos, mejor.
Es la hora de entrar. Los alrededores bullen de actividad y ofertas. La recorro ex?teriormente. Me llaman la atención los arcos entrelazados, las bandas y discos de diferentes colores. Y el atrio, siempre animado, con algunas esculturas modernas y simbólicas como referencia. Ya en el interior, el impacto inicial es emocionante, con una amplitud no intuida. Las catedrales en general tienen un misterioso poder evocador que provoca la activación de los sentidos. Al menos de los sentidos, que otras valoraciones pertenecen a otros ámbitos que el viajero nunca remueve, a no ser los propios. Me recuerda una iglesia bizantina, con sus ceremonias ortodoxas en este caso, pero típicamente normanda, con planta de tres naves y majestuosas columnas al parecer traídas de algún templo pagano. La conjunción de elementos en todos los órdenes forma parte de la propia vida. Nada de extraño. No lo es tanto, creo, la profusión de mosaicos de origen indudable pero que ya forman parte de la tradición local, con fondos de oro que embellecen todos los espacios. La estructura y la decoración siguen un único y claro proyecto. Me asegura Giovanna Galleotti, en un receso con su grupo de italianos de Milán, que la cantidad de oro supera a la de cualquier otra iglesia del mundo. «Aunque sobrepase con creces las dos toneladas, antes hubo más». Uno asiente conmovido, sobre todo por los mosaicos dorados del Pantocrátor, en al ábside, con la luz fundamental que ilumina cada uno de los episodios aquí representados. Ella misma me habla de la posibilidad de subir al tejado, desde el que se observan buenas vistas. A pesar de la voluntad inicial, desistí, atrapado quizá por la delicadeza del claustro: de planta cuadrada, doscientas ochenta y ocho columnas dobles, decoradas y rematadas por hermosos capiteles sobre los que se apoyan los arcos, de clara inspiración árabe. Su fuente tiene leyenda, faltaría más: quien en ella se lava las manos rejuvenecerá al menos diez años. Cumplí con el ritual tres veces, por si acaso. Ni por esas. No hubo forma. Así que me vengué (¿de quién, de qué?) paseando con lentitud por las calles ensortijadas y el balcón que ofrece vistas sobre la verde llanura de la Cuenca de Oro. Eso sí, sobre la marcha degustando una de las excelencias gastronómicas de la tierra, las pannelle, esos buñuelos de harina de garbanzos con perejil y granos de hinojo. Un postre típico (Argelinos con azúcar nevada) y un trago de vino, que aún queda mucho camino.
Usted descubrirá muchas más cosas, estoy seguro. Mientras ordeno las notas que sustentan este viaje, leo Las rosas del sur, la continuación de Las rosas de piedra en que Julio Llamazares viaja y nos hace viajar por las catedrales españolas. Una delicia. Estoy convencido de que estos itinerarios, al margen de geografías y otras circunstancias, suponen un enriquecimiento, como en Monreale, de los sentidos y del espíritu, que no sé si son lo mismo. No sé usted, ya viajero amigo.