De la kgb a la plaza roja
La capital de Rusia soprende. Asombra por cierto componente, entre lo místico y lo misterioso, con que la historia ha dibujado una ciudad, epicentro de un imperio lejano y desconocido
Moscú es una ciudad que asombra. Que me asombra al menos, quizá por cierto componente, entre mítico y misterioso, con que la historia ha dibujado, nos ha dibujado la ciudad, capital de un imperio lejano y desconocido. Cualquier recorrido por sus calles va mostrándonos las abundantes y clásicas cúpulas doradas, y no tanto, de sus templos ortodoxos, teatros y museos —más de doscientos—, el metro, que es un verdadero museo en sí mismo, fuentes y plazas, rincones inesperados y referencias que brotan de la memoria archivada y ahora descubierta. Es bueno caminarla por esa razón, tampoco circunstancia complicada cuando hablamos especialmente del centro histórico. Es verdad, además, que el Kremlin y el río Moscova sirven de orientación en este propósito. De ahí que a los puntos que hilvanan este relato, o cualquier otro, ha de añadir el visitante sus propios descubrimientos. En eso estamos.
Y estamos en la Plaza Lubyanska.
Me deja allí Tatiana Lobánova, con algunas anotaciones sobre el mapa.
-Hay muchos Moscús –dice, despidiéndose-. Cada uno tiene el suyo propio. Busca el tuyo. ¿Recuerdas dónde quedamos y a qué hora?
Lo cierto es que en la plaza domina un edificio de malas vibraciones históricas. Es la enorme sede de la que fuera KGB, Comité para la Seguridad del Estado, hoy Servicio Federal de Seguridad. Hago una foto de este cuartel general, que rememora el Moscú del miedo con las tristemente famosas purgas y las torturas que en sus sótanos sufrieron tantos y tantos disidentes.
No me detengo demasiado. Sé a dónde quiero llegar, y el camino está sembrado de iglesias y edificios de consideración. Tome nota cada cual, pues tal riqueza obliga a la selección. Camino por la calle San Nicolás, peatonal. Los rusos aprovecharon el Mundial de Fútbol para embellecer muchos rincones de la ciudad. Una inconfundible y hermosa fachada gótica responde al nombre de la que fuera Imprenta Sinodal, hoy archivo histórico de la Facultad de Humanidades. Inaugurada en 1563 por Iván el Terrible —ya conocen las razones de tal apelativo—, el primero en llevar el título de zar, considerado uno de los creadores del Estado ruso, allí se imprimió el primer libro del país. Apenas pasado el edificio, espléndido para quien narra este breve argumento viajero, me pierdo, a la derecha, por el trazado de rinconcitos y callejuelas. Me pregunto a estas alturas por qué mi inclinación por estos ambientes, posiblemente por una atmósfera de misterio que siempre pone en funcionamiento los resortes de la imaginación. Es posible. Por aquí podrá ver el caminante restos de las antiguas murallas. Me llaman la atención los arcos superpuestos, casi religiosos, llenos de color, en un rinconcito recoleto. «Se trata —me dirá más tarde Lobánova— de un famoso restaurante». Contemplo la catedral de Kazan, pequeña, bella, considerada siempre una de las más importantes iglesias moscovitas, o el decadente monasterio de Zaikonospasski, que fuera en el siglo XVII el primer centro de enseñanza superior de Rusia. Entre otras posibles y variadas admiraciones arquitectónicas e históricas. Pero busco uno de los referentes, inevitables y esenciales, de Moscú.
Al lado mismo, la Plaza Teatralnaya. El nombre es una pista, aunque no haga falta.
Aparece la fachada neoclásica coronada por una figura de Apolo en el carro del Sol. Es el Teatro Bolshói -¿cuántos teatros habrá en esta ciudad?-, el templo de la música y el ballet rusos, el teatro por antonomasia, una especie de centro sagrado de las artes incardinado en la majestuosidad de un edificio con una larga historia de fuegos y reconstrucciones. La verdad es que se apodera de uno cierta emoción, que no se puede evitar, al contemplarlo.
Adorna la plaza una fuente. «La fuente más antigua de la ciudad», explica, con su acento inconfundible, un argentino a un pequeño grupo de turistas. Tomo nota. Una figura en bronce de Marx contempla el escenario. Es uno de los lugares que pienso volver a visitar más detenidamente.
No olvide que estamos en el barrio Kitái Górod, en el centro neurálgico de la ciudad. La Duma, donde se ubica la asamblea representativa rusa, está muy cerca del Teatro. Se me antoja el edificio de la asamblea frío e impersonal, tan característico de la arquitectura de la época soviética. Una casa al lado, sin embargo, parece humanizar el espacio. Me dicen que fue una antigua casa de bailes de sociedad en la que León Tolstoi (1828-1910) se inspiró para su novela Guerra y paz, una de las obras más representativas del autor y de la literatura rusa, en la que narra las vicisitudes de varios personajes de toda condición. Quizá sea este un buen momento para subrayar que Moscú es una de las ciudades más literarias del mundo. Y que por ella, además de las referencias concretas de ambientación de no pocas obras, se diseminan museos dedicados al propio Tolstoi, Pushkin, Maiakovski, Chèjov, Gorki… El paseo por las letras rusas tiene aquí razones para no acabar.
Cambiamos de escenario. Con este breve apunte literario entre ceja y ceja, estamos en la Plaza del Picadero, donde se adiestraban los caballos del zar. Tenemos la primera vista de la Plaza Roja. Estamos ante un paisaje urbano lleno de reminiscencias y bellezas. Es necesaria la tranquilidad para ver y gozar. La plaza la dejamos para otro momento, pues merece una visita sosegada, por única. Anote, a la izquierda de la entrada de las dos torres, el Ayuntamiento y, en frente, el Museo Histórico. Me acerco, eso sí, al kilómetro 0, de donde partían todos los caminos de Rusia. Afirma la tradición que tirando aquí una moneda, está asegurado el regreso. No sé si surtirá efecto, porque los clásicos espabiladillos van recogiendo las monedas de la suerte. De su suerte. Llego hasta la capilla que, bajo las dos torres, muestra una de las imágenes más conocidas y milagrosas de la Virgen. Se agolpan los devotos.
Estaba previsto cerrar hoy el itinerario justo al lado. No me presto a los simulacros de Lenin y Stalin como reclamo para la clásica fotografía. Entro en el Jardín de Alejandro, elegante e histórico, con llamativas puertas de hierro colado. Paralelo a una de las murallas del Kremlin, su centro es la Tumba al Soldado Desconocido con la llama eterna y guardia de honor, que cambia cada hora en una ceremonia solemne y marcial que llama la atención del numeroso público.
Pasee por el jardín. Entre sus posibilidades, anote el lago artificial donde un espacio escultórico recrea un cuento? de Pushkin. Aquí quedé con Tatiana Lobánova. Tiene la intención de cenar una muestra sabrosa de la cocina georgiana: los gigantes raviolis, o especie de, de carne que llaman jingàli, y los jachapuris, me dice que parecidos a la pizza. Que nos aproveche. A ustedes también. Por supuesto.