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La ruta marinera de ortiguera

Este punto inequívoco en la historia marinera de la zona regala al viajero dos faros, una ermita y un homenaje, en forma de monumento original y evocador, ‘en memoria de las personas que encontraron el reposo eterno en la mar’

ALFONSO GARCÍA

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ALFONSO GARCÍA
León

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Dicen unos y otros, que el asunto, como siempre, va de gustos, que la costa cantábrica es uno de los lugares más hermosos de España. Razonan tal preferencia en que está llena de paisajes verdes de montañas y colinas que acaban, con frecuencia de forma abrupta, en el mar. Y hablan de playas y pueblos con encanto, como si se tratase de paisajes de postal. Hay quien se atreve incluso a poner cifras en el elenco de los pueblos más bonitos del Cantábrico. El viaje personal acota siempre estas perspectivas y razones para añadir las propias, las más importantes en definitiva. El viajero que atienda a esta sugerencia llegará a las suyas, por supuesto. De eso se trata. Me atrevería a decir que ni siquiera de valorar. Sí de gozar en la medida de lo posible. El viaje es un gozo.

En este gozo andamos al llegar a Ortiguera –algunos, al parecer, prefieren la versión gallega de Ortigueira-, en el municipio de Coaña, en el extremo occidental de la costa asturiana. La indicación hacia el Cabo de San Agustín resultó ser la mejor opción. Un espacio amplio, cuidado y abierto frente al mar, cuya fortaleza se sustantiva en los escarpados que pueblan la rasa costera. Es un punto inequívoco en la historia marinera de la población, puesto que desde aquí despedían las mujeres a los pescadores que se echaban a la mar, agitando toallas y pañuelos. Añádase el faro con una torre antigua, una sirena antiniebla, una caseta de prácticos y patrones y el nuevo faro que en 1973 se convirtió en el más moderno de la región con su torre de hormigón de 20 m de altura. Dos faros y una ermita de blanco reluciente, bajo la advocación de San Agustín, cuya historia nos conduce hasta los últimos tiempos del siglo XVII, que, entre otras cosas, guarda y conserva valiosos ornamentos sagrados. Dos faros, una ermita y un homenaje, en forma de monumento original y evocador, «en memoria de las personas que encontraron el reposo eterno en la mar», cuyos nombres se recuerdan grabados en piedra.

Le advierto que el paisaje, perdiendo la vista por la costa a uno y otro lado, le puede resultar sorprendente. Déjese llevar, sobre todo si pretende disfrutar de un paseo agradable por una de las rutas que, doy fe, se convierte en una hermosa sugerencia. Apenas tres kilómetros sin dificultades, con la posibilidad en enlazar con la que conduce a Viavélez. Es una opción. Anótela, por si acaso.

Llegará, naturalmente, al pueblo de Ortiguera, a las intrincadas calles de un laberinto de esta localidad recóndita, distinta sobre todo, apacible, escarpada, que parece colgada de las laderas por ese afán, inicial evidentemente, de estar cerca de las barcas de pesca, que fue prácticamente actividad exclusiva hasta que llegó la conservera de la sardina o los jóvenes decidieron dedicarse a la navegación. Historias paralelas, en definitiva, que hoy tienen otra lectura.

Me cuenta todo esto, sentados a la entrada del puerto, un salmantino de un pueblecito cercano a Vitigudino. Fuera de coñas marineras. El trabajo fue el reclamo. El amor, después, lo retuvo hasta hoy. «Ya sabe usted –me dijo-, el amor es como una barca amarrada a puerto. Solo una embestida muy fuerte la desbarata. Así que aquí seguimos después de más de medio siglo. Espero acabar la navegación en estas tierras». Uno siente cierto peso, entre fatalista y metafísico, de este hombre de tierra adentro, de rostro curtido como aquellos hombres de la siega de antaño. Hay mares amarillos y mares azules. Siempre la metáfora de la planicie para explicar lo que difícilmente tiene explicación. La navegación tiene mucho de metáfora. «Hoy no podría explicar mi vida sin el mar», sentenció. Al viajero le quedó cierto zumbido detrás de la oreja, sobre todo al contemplar el entorno de soledad con este rincón de mar enfurecido. Lo natural cobra toda la fuerza y uno siente el pálpito subiendo, como la marea, que palidece de espuma la teórica llanura del agua. En las casas, con buenos ejemplos de arquitectura tradicional e indiana, se adivinan miradas detrás de los cristales. Algo me recuerda. Ha merecido la pena llegar hasta aquí. Un puerto natural, desamparado incluso diría, abierto y directo, escondido entre los acantilados que caen sobre el mar. Estoy convencido de que es día de sensaciones, no excluyentes, acaso únicas. El tiempo lo dirá.