Diario de León

El mirador de la providencia

Gijón es una referencia urbana para caminar. Caminar junto al mar, una delicia añadida, acaso de forma especial para quienes tenemos la mirada tierra adentro. Lo inesperado y novedoso siempre atrapa

Vista desde el mirador, con Gijón al fondo. Y sobre estas líneas, el Mirador de La Providencia, un rincón de arte y paisaje es un remanso para la contemplación; y el monumento «Nunca Más» próximo a los acantilados.

Vista desde el mirador, con Gijón al fondo. Y sobre estas líneas, el Mirador de La Providencia, un rincón de arte y paisaje es un remanso para la contemplación; y el monumento «Nunca Más» próximo a los acantilados.

Publicado por
ALFONSO GARCÍA
León

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Ya nos encontramos por estos caminos en alguna otra ocasión. Creo recordar que la última vez llegamos hasta el monumento A la madre del emigrante («La lloca» o «La muyerona» para los vecinos de la ciudad). Sellamos entonces la promesa de seguir. Hasta el Mirador de La Providencia. Ha llegado el día. Gijón es una referencia urbana para caminar. Caminar junto al mar, una delicia añadida, acaso de forma especial para quienes tenemos la mirada tierra adentro. Lo inesperado y novedoso siempre atrapa. Al menos a este incorregible buscador de paisajes marinos. El asunto de las manías, si las hubiera o hubiese, es otro cantar. Harina de otro costal.

Venga de donde viniere, la cita es en el espacio que acoge el monumento referido. Arrancamos, y apenas hacerlo encontramos una escultura moderna (Solidaridad, de José Noja). Las esculturas siempre alientan el espíritu de las ciudades, y en este caso no son pocas las que encontramos. Esta, además, marca límites, abre la frontera de «El Sendero Litoral del Cervigón», que así se llama el que hoy recorremos, ya rústico, empedrado, con áreas de descanso y recreativas en su trayecto, bancos, fuentes, pequeños miradores intermedios…, incluso un panel que revela información sobre algunos edificios y áreas de la ciudad, cuyo frente marítimo comienza a dibujarse en su conjunto a medida que vamos subiendo. Ya que hablamos de subir, a la izquierda del inicio de la primera rampa hay un espacio que, bien visible, conforma un todo artístico en mármol, con la sensación de estar sobre el mar, de Adolfo Manzano (Cantu les díes fuxíos, 2001): serenidad incomparable que recomiendo, sobre todo cuando las olas baten sobre el acantilado. En este paseo, varias veces repetido, siempre me detengo aquí durante un tiempo por este motivo. Hace años que leí Sinuhé el egipcio, novela en que su autor, el finlandés Mika Waltari afirma que el mar hace más buenos a los hombres. Siempre lo recuerdo. Sentado ahora frente al mar, espero ese contagio benéfico de la bondad, siempre gratificante. Así debió de ocurrir en la vida de la interesante y poco conocida escritora madrileña Rosario Acuña, que vivió en la casa que está al final de la rampa sus últimos años. Recuerdo haberla visto señalizada en alguna ocasión, no en esta precisamente. De ser así, es una lástima. O eso creo.

Lo que sí es cierto, a estas alturas del camino, es que fácilmente podrá anotar ya la presencia, al fondo, de la silueta del mirador al que nos encaminamos. Las distancias y las precisiones aconsejan en circunstancias como esta los prismáticos. No debería olvidarlo. Como no se pueden olvidar las distancias cortas, tantas veces desapercibidas por la propia cercanía. Casi colgado sobre el mar, un pequeño mirador, al que también ha llegado la moda de los candados del amor. Es verdad que el lugar es propicio para promesas eternas, aunque la cifra es corta. ¿Medio centenar acaso? Uno piensa que en caso de que el desamor active sus resortes, ojalá que no ocurra, recuperar las llaves sepultadas bajo las aguas se antoja tarea difícil. Bajar hasta la orilla me parece una temeridad. Sin más. Otra cosa son los candados, en menor cuantía, que también tienen cita amorosa en el mirador de La Providencia. ¿Quién dijo que el mar no hace milagros? Y es que la pendiente gradual, nunca excesiva, ayuda, al contemplar la intensidad del verde de lujuria, el mar y el rumor batiente de las olas, la ciudad que se aleja dibujando un conjunto de precisión y de belleza, clara hoy de luz. La luz de la memoria recuerda en un sencillo monumento –Nunca Más—, casi a la espalda, a los varios cientos de asturianos fallecidos en los campos de exterminio nazis.

No se preocupe. Si quiere descansar un rato, incluso tomar un tentempié, faltan apenas unos metros para el «Área recreativa Joaquín Rubio Camín», una plataforma amplia y cuidada con disposición de merendero incluso. No falta la presencia de restos del granelero «Castillo de Salas», que mantiene el recuerdo del desastre ecológico que en 1986 azotó la bahía gijonesa, barco que en parte permaneció hundido diecisiete años frente a estas costas. Me pierdo, sin embargo, detrás de algunas colonias de aves. «Esas –me explica uno de los habituales de la ruta, casi diaria según me comenta— son vuelapiedras. Esas dos, una clase de cormoranes. Fíjate en ese grupo que emprende el vuelo: de la familia de las gaviotas». Y agita la mano, nerviosa y rápida, como si la mano quisiera volar por esos aires imposibles. Me acuerdo de mi buen amigo Nicolás Miñambres, tan entusiasta conocedor de pájaros y plantas. Apenas si salgo de gorriones y jilgueros. Es otra de las deudas que uno mantiene en pie, casi todas débiles de espíritu, por cierto.

Poco antes de llegar al mirador, una pequeña disyuntiva: ¿escaleras para evitar el pequeño rodeo del camino? Las disyuntivas, además de buenas, son necesarias porque obligan a decidir, aunque sea en pequeñas cosas. Si el viajero se pone metafísico, se le ocurre recordar a Ortega cuando afirma que la vida es una decisión. Puestos a decidir, y si el tiempo corresponde, puede acercarse a la playa de Peñarrubia, cuyo caminito de bajada se inicia por aquí. Decido no hacerlo. Pronto estoy en el Parque de la Providencia, también conocido como Parque del Cabo San Lorenzo, con un amplio laberinto de posibilidades para caminar con otra óptica, contemplar algunas esculturas, esperar la presencia de algún navegante o pescador, hacer volar una cometa…O seguir la ruta, que sigue. En este caso, nos despedimos en el mirador, que era nuestra pretensión de hoy.

El mirador, inconfundible, asemeja la proa de un barco de cemento surcando las tierras o los mares. Desde esa esbeltez las vistas son, simplemente, de gran belleza, que cada cual interpretará según gustos o sentimientos. Recorrer trescientos sesenta grados con la mirada es fórmula que aquí se hace espléndida, sobre todo en días de claridad y nitidez. Se puede ver la isla de La Tortuga, notables acantilados y, con suerte, los Picos de Europa.

Cuando llegue, de regreso, al punto de partida, habrá recorrido en torno a los seis kilómetros. Merece la pena. El paseo al atardecer puede convertirse en lujo. Nuestra opción matutina garantiza la hora de un baño siempre bienvenido si es época. Siempre lo es para saborear unos culines de sidra. En el viaje y en la vida —¿puede haber mayor paralelismo?— hay pequeños placeres a los que no se debe renunciar. Forman parte del camino.

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