Más allá del Reino
Santiago se inició en un cerro
Santiago de Chile es una ciudad enorme con algo más de siete millones de habitantes, cercanos a los ocho. La capital supera el cuarenta por ciento de la población del país. El trayecto desde el aeropuerto es, también en este sentido, muy significativo y elocuente. El tráfico es intenso («emergencia vehicular»). Se observan las desigualdades sociales, tan acentuadas en las grandes urbes —de poco sirven entonces los notables datos macroeconómicos— y su impacto en las orillas del río Mapocho —hay un plan de limpieza y recuperación—, que vertebra la capital chilena y se convierte así en referencia de orientación. Me dice mi buen amigo Martín Torres, santiaguino intenso, que la ciudad no es pretenciosa, pero sí interesante. «Lo que ocurre es que con semejante tamaño resulta difícil seleccionar, y ver desde luego, todo lo que ofrece esta capital vibrante y cosmopolita, una moderna metrópoli en la que hay varias ciudades («comunas») dentro de la gran ciudad. Por eso es importante, como de prácticamente todos los sitios, trazar un itinerario básico inicial, e ir desplegándolo después según gustos y prioridades».
Situada al pie de la imponente cordillera de los Andes («la cordillera», por la familiaridad), le queda poco sabor colonial a la ciudad, se supone en buena parte debido a las embestidas devastadoras de terremotos y de aguas del río Mapocho, que ahora no parece dar mucho de sí. Pero bueno, hago caso a Martín y busco los puntos que inciden en las raíces de Santiago. Es una fórmula, ni mejor ni peor. Así que me planto en el Cerro Santa Lucía, nombre tan familiar que se repite por las proximidades, hoy pequeño pulmón verde y mirador de la ciudad. Los indígenas —la altura advertía a los españoles de su presencia peligrosa— lo llamaban Welén, y Pedro de Valdivia lo bautizó con el nombre de la santa por haber llegado a este punto del valle en que fundaría la ciudad el día de su festividad, el 13 de diciembre de 1540. Las terrazas Neptuno y Caupolicán, la capilla gótica, el mirador o el Castillo Hidalgo, con vistas progresivas y panorámicas, conforman un espacio muy agradable, en el que además puede comprar algunas artesanías indígenas y originales provenientes de varios rincones del país. Anote, por si le viene bien, que a una y otra mano, muy cerca del cerro, en ambos casos en la Avenida Libertador General Bernardo O’Higgins, se encuentra la iglesia de San Francisco, el edificio más antiguo de la ciudad, de época colonial, con el mejor museo chileno de este período, y el Centro Cultural Gabriela Mistral, moderno, activo, con atractivos murales.
Vista parcial de la fachada catedralicia que a veces se refleja solemne y plástica sobre el moderno edificio contiguo.
No olvide el viajero que estamos en el área originaria, en el casco histórico de Santiago. Una salida del cerro Santa Lucía da a la calle de la Merced. Caminándola hacia la izquierda, encontrará la iglesia que da nombre a la calle, con museo en que se exponen objetos precolombinos, de la isla de Pascua, pintura colonial y una llamativa colección de crucifijos, entre otros atractivos. Casi a continuación, la Casa Colorada, inconfundible por el color, con uno de los tres patios original, musealizado. A tiro de piedra escaso, el kilómetro cero de la ciudad, su verdadero corazón histórico, escenario de su fundación (1541) por Pedro de Valdivia, cuya estatua ecuestre se levanta frente a la Municipalidad, en una esquina en que las letras estratégicas referidas a la capital chilena (STGO) son el soporte fotográfico que testifica la presencia en ella de cualquier turista que se precie. No deja de ser un pequeño espectáculo este río de fotografiados. Estamos, no lo había dicho, en la Plaza de Armas, un remanso de tranquilidad para el descanso, arbolado con palmeras chilenas sobre todo, muy animada especialmente por las tardes («No te la recomiendo por la noche», me advierte con insistencia Martín). Sin salir de su espacio, anoto el Monumento al Pueblo Indígena, la interesante catedral neoclásica construida en 1800, cuya silueta se refleja en la fachada acristalada de un vecino edificio de notable altura, la también neoclásica sede del Correo Central… Anote que las calles que desembocan en esta plaza, peatonalizadas la mayoría, tienen interés, por el ambiente sobre todo. Es fácil que en este entorno se encuentre con alguno de los conocidos «cafés con piernas», una fórmula típicamente chilena me dicen, con camareras ligeras de ropa. Nada nuevo bajo el sol, sin embargo. Sí interesante la cercanía del Palacio de la Moneda, de larga y variada historia, y el Museo de Arte Precolombino, al ladito de la plaza, que merece, y mucho, la pena. Entre los muchos existentes en la ciudad, si este viajero hubiese de quedarse con dos, lo que significaría un verdadero dolor de corazón, lo haría con este y con el Museo de la Solidaridad. Pero, ya sabe, los museos forman parte también de la subjetividad del visitante. Usted mismo.
Voy hacia mi último destino de este viaje por el Paseo Ahumada. Hacia el Mercado Central. No tiene pérdida. Piense, en todo caso, que preguntar es un don y uno de los ejercicios más saludables del viajero. National Geographic lo incluyó hace unos años entre los cinco mejores mercados del mundo. Lo único que servidor puede afirmar es que le resultó lleno de tradición y sabor. Especializado en pescados y maricos, hay restaurantes que los preparan como ofrecimiento principal en este mismo espacio, aunque hay otras muchas alternativas. De cualquier forma, es buen lugar para sentarse a la mesa. Me resultó agradable. El río Mapocho está al lado. No lo olvide. Y cerquita, la mítica «picada» de La Piojera, que ofrece brebajes como el tradicional «Terremoto», mezcla de helado de piña, pipeño o vino blanco y granadina. El riesgo de los terremotos depende de los grados, en la escala que sea. Usted es el posible epicentro.
Sobre el trazado que le ofrezco anduve un par de días o tres. Cada cual ha de disponerlo a su medida, fórmula, en todo caso, para interiorizar el sentimiento y la cercanía de Santiago. Lo disponga como lo disponga, con otros motivos que pueda hallar en el camino, siempre imprevisto o espontáneo, lo que no deja de ser un buen síntoma, disfrútelo. Merece siempre la pena.