Poner puertas al tráfico
El dolor reverdece los dolores pasados, mientras que la alegría nueva no revive las viejas alegrías, decía Chateaubriand. No nos acordamos ahora de frustraciones de ayer porque seamos pesimistas o alumbre nuestra memoria la luz del rencor. Es algo infinitamente más simple: resulta más evocador el mal que el bien. Tiene más capacidad de convocar recuerdos de antaño un solo traspié que los millones de pasos bien dados que nos han permitido avanzar en el camino de la vida. Uno hasta siente que sea así, pero lo que hay es lo que hay y además tiene más cuerpo que lo que no existe.
Por eso mismo, el político que pretenda ser recordado o pasar a la historia con una aureola de agradecimiento —aunque sea a la estrecha historia local—, debería elegir, antes que sus aciertos, la naturaleza de sus errores. No importa que tropiece dos veces con la misma piedra, siempre que la piedra sea pequeña; pero si se empecina en hacer pasar un camello por el ojo de una aguja, en poner puertas al tráfico o en contar las plumas de los ángeles invisibles, se estará asegurando un lugar en la memoria de sus conciudadanos casi con total certeza. Pero un recuerdo de chirigota, en el mejor de los casos, una evocación risible, una anécdota de salón perpetua.
En determinados asuntos, no se me ocurre peor política que dejarse guiar por ese pensamiento disuasorio o dimisión del pensamiento que es lo políticamente correcto, la respuesta estándar y a bote pronto que sirve para quedar bien con muchos y mal con uno mismo. La tiranía del parecer moderno y progresista ha alcanzado en nuestra época cotas desconocidas y para sostenerlo tampoco hacen falta ejemplos intelectuales: basta recordar la abundancia de bufandas de colores anudadas al cuello como si fueran corbatas que se pasean por la calle cada invierno. Pero la moda, incluso la de lo correcto, está condenada a pasar de moda. Y mientras todavía es posible hacer desaparecer una foto, no es tan fácil borrar una peatonalización ni eliminar la sensación de mal cuerpo que deja un error que estuvo a tiempo de evitarse. Demasiadas veces, la tiranía del estado de opinión mediatiza las actuaciones de nuestros administradores. Detrás de ella a menudo hay una complicada armazón que sostiene los intereses de unos pocos que tienen los medios para hacerse pasar por muchos. Valor y valores componen la mejor receta para afrontarlos.