Frontera de melancolía
El terracampino Jesús Torbado, que vivió parte de su infancia peregrina en San Pedro de las Dueñas, guardó en la memoria de sus primeros años la senda de los lobos, un camino que enlaza las bodegas de San Pedro con Grajal, asfaltado hace unos años por la Diputación. En este territorio huérfano de arboleda, las fronteras imaginarias pueblan los sueños infantiles. Por eso la fantasía, adobada con desolación, trasladó la frontera lobuna unos kilómetros más abajo, hasta el camino que enhebra la ribera del río en Arenillas con el bosquete de la fuente dormida de Villacreces.
Arenillas es pueblo menudo y decaído, una especie de consulado del Cea a orillas del Valderaduey. Un pequeño desvío entre Galleguillos y los Melgares sirve para cambiar de valle. En este caso la hidronimia no engaña: si Araduey significa valle ancho, la amplitud de su encaje hace justicia al nombre. Sólo sobresalen en el horizonte diáfano la torre erguida de Villacreces y, aguas abajo, el pico bautizado como el pueblo, una mota de 840 metros.
Antes de ir en busca del pueblo despoblado, conviene un garbeo por Arenillas. En mitad del pueblo, la iglesia de Santo Tomás asoma su ábside mudéjar del siglo trece al paso del río. Se conserva completo, con sus dos fajas de arcos superpuestos y separados por un friso de ladrillos en esquinilla, decoración que se repite entre la arcada superior y el alero. Es un elemento tan sencillo como hermoso, que se conservó en la remodelación barroca del templo para albergar la sacristía. La espadaña de los pies aparece quebrada por las inclemencias y apenas sobresale de los huecos de las campanas.
Mejor aspecto ofrece la torre huérfana que destaca sobre el caserío, al extremo bajo del pueblo. Vinculada en su origen a otro templo, ha sido restaurada como mirador por el Instituto Leonés de Cultura. Este recorrido melancólico por Arenillas prepara para la desolación de Villacreces, un pueblo abandonado hace casi medio siglo. Ya de lejos se impone el estandarte de su torre, que domina el horizonte. Tiene cuatro cuerpos, los dos bajos macizos y los superiores calados con ocho y doce ojos de campanas.
Alrededor, muros vencidos que dejan adivinar el trazado de las calles, el teso de las bodegas, el ensanche de la plaza y el paraje arbolado de la fuente. En sus tiempos, Villacreces se apellidó del Río y eso animaba a los vecinos de Arenillas y de Grajal a recitarles la burla de las tres mentiras. Porque ni es villa, ni crece, ni tiene río, decían entonces. Ahora sus restos son llamados, en esta clave, Villamenguas. En medio del abandono, al pueblo de barro le han surgido adalides que sueñan con su redención como espacio alternativo. Peleando por un futuro mejor y posible, de vuelta a las raíces.