Agosto dice siempre la verdad
Bienvenidos al estío leonés de manga larga, donde el estado del bienestar duerme agazapado bajo el edredón y la calidad de vida se vende envuelta en forros polares. Qué poco explota el cazurreo ese hecho diferencial que fluye por gentileza de los valles que miran al norte y, a media tarde, arrebolan la brisa que apaga los rescoldos de una hoguera que apenas llegó a arder en los sestiles. El estiaje que alumbra l´utano, ventilador a gusto de los consumidores, que se enrisca entre las peñas y evita que se abrasen las mejillas; así obra un milagro repetido que sólo aciertan a entender los ermitaños. Para huir de la alergia al veraneo de tumbonas, las tribulaciones del Levante, de playas atestadas en el bosque de setas de sombrillas de colores que emite en directo el noticiero, hay cobijo de sobra en las alamedas leonesas, al amparo del hilo musical del castañeo de las hojas que tiritan mientras el resto de la península se aflige por el sofoco subsahariano. Se puede elegir, de momento. También, lo inevitable. Agosto tiene cosas de viejo toro toreado; por eso le hace un spoiler al fin de ciclo, y destripa el argumento del próximo capítulo, cuando se van a terminar de enfriar los ánimos y la sensación térmica de todos esos tíos que vienen sin desbravar y regresan a las urbes industriales y lejanas con el rabo entre las piernas. La lluvia en agosto es el sol en enero. Nada aplaca mejor la ira que un aguacero de cara; nada mejor para sofocar ese incendio que alimentan las solanas. Puestos a ser rigurosos, las borrascas que le asisten a agosto enseñan todo lo que vamos a poder ver del corredor Atlántico, el de la troposfera, en esta estación que no es la del tren, y trata de abrir un hueco al nordés, y a otros vientos influyentes que empuja el océano y son capaces de superar la línea imaginaria que marca Estaca de Bares. Lo grandioso de agosto son las noches que ya no aflojan y ponen el punto de rocío en la frontera de la helada. Lo mejor de agosto se llama septiembre, el de las sombras atrevidas y alargadas que nos pisan los talones después de hacerse las esquivas desde antes de san Juan. Las sombras, las sombras son profetas; cuanto más avancen, antes terminarán de acorralar a este medio centenar de días de infierno al que el calendario romano nos castiga entre diez meses de invierno.