Lago, pueblo maravilla
Lago de Babia podría ser el pueblo del fin del mundo. Al igual que, en el plano urbano y en el extremo opuesto de España, lo es la ciudad de San Sebastián. Para el viajero que concluye su camino dejando el petate en uno de esos lugares inolvidables, la sensación es parecida: le asalta la certeza de que más allá no hay nada, o al menos nada que merezca la pena conocer. En ambos puntos da por acabado su viaje, sobre todo si es fruto del pálpito o de la añoranza. Sin embargo, y pese a que la carretera se repliega sobre sí misma, al final de Lago de Babia le aguarda otra sorpresa: un hilo que tira de él hacia una mancha de agua cuyo origen glaciar hace pensar en confines y expediciones remotas. Posee, por descontado, su leyenda trágica, con lágrimas vertidas por una joven nodriza a cuenta de una pérfida serpiente y desde su cerro se visualiza perfectamente el valle en U, para júbilo de geógrafos con inclinaciones pedagógicas. Hay algo de calma y soledad lunar en sus inmediaciones. En la falda de la montaña las rocas se dispersan como dados gigantescos que hubiese dejado caer un dios caprichoso.
A la entrada de Lago encontramos, como insinuando en esa mezcla botánica el carácter afable de sus gentes, un pino, un abedul, y un retén de fresnos y chopos. Desde hace poco se añade la legendaria furgoneta de Urbano, quien a sus cien años la puede ver retratada en la fachada de su propia casa, junto a dos árboles, un bidón de cinc —de los que se empleaban para transportar la leche recién ordeñada— y una vaca rubia de ojos oscuros y soñadores. Es el primero de los seis murales que Manuel Sierra está pintando en diferentes emplazamientos de Lago. La fortuna de esta iniciativa se la debemos a su alcalde pedáneo, Isidoro Bueno, que haciendo honor a su apellido está dotando a su pueblo de un valor patrimonial incomparable —ahora que tanto se habla, y tan poco se hace por la España vaciada— y convirtiéndolo, para gozo de quienes lo visitan, en un museo al aire libre. Y eso a pesar de algunas reacciones insólitas, que incluyen la aparición de un inspector ocioso y los lamentos de algún oriundo con ínfulas.
De Manuel Sierra poco vamos a descubrir aquí, salvo recordar que su obra, más allá de su simbiosis y complicidad con Babia, de su identidad evocadora, ha terminado por ser su representación más fiel y, sin duda, más pura: ha dado vida a la metáfora, o si lo prefieren, ha conseguido el milagro de que una expresión universal, «estar en Babia», haya encontrado en sus pinceles una correspondencia simbólica deslumbrante.
La trashumancia es uno de los temas que aborda en sus murales, al igual que la vida doméstica de los babianos
Los murales están ahí para demostrarlo. En cada uno de ellos ha ido volcando escenas que los babianos conocen muy bien, y que forman parte de su acervo cultural y sentimental. El itinerario, no por breve, deja de ser rico y abrumador. Por sus reproducciones desfilan objetos, animales, siluetas y paisajes que plasman la quintaesencia del alma babiana. Enumerarlas nos parece delicioso: en sus pinturas comparecen el manal y el forcón, unas tijeras de esquilar ovejas, una masera, un ejemplar hispano bretón, la bicicleta y el carnero, el morral y la cayada, esa laguna misteriosa y lunar que mencionábamos unos párrafos atrás. Precisamente al pie del último mural, reservado para la cochera de Amancio y desde el que se inicia la subida a la laguna, Manolo Sierra nos hace reparar en un pequeño vaso de cuerno —con fondo de material, como dicen por aquí—, que permitía a los pastores babianos, en su ruta trashumante, recoger el agua del manantial «sin hincar la rodilla». Una expresión que aparece en el Antiguo Testamento, aclara Sierra, con esa sonrisa suya que nace en los labios y chispea en unos ojos irreverentes y lúcidos.
La trashumancia es uno de los temas que aborda en sus murales, al igual que la vida doméstica de los babianos —con esa máquina de hacer chorizos que provocó un gruñido unánime en el estómago de los presentes—, o las imágenes dedicadas al trabajo de la mina, el hacho y la vagoneta, hábilmente insertadas en el transformador de la luz. Aunque quizá el que se lleve la palma, y no solo por sus dimensiones, es el que cubre la pared poniente de la antigua escuela, imponente cuando sales del pueblo, donde, para solaz de los espectadores, se imbrican elementos paisajísticos (el perfil melancólico de La Crespa, la mítica fuente de Michán, una marza), junto a iconos venerados por Sierra: como la rebeldía humilde del pájaro tricolor y de su estrella roja. Sin olvidar, en una esquina, ese tractor dedicado a Roberto, en cuyo candor está la verdad de la vida. Porque estos murales hablan sobre todo de las gentes de aquí, de personas reales, cuya semblanza confiere sentido a un proyecto que convierte a Lago en uno de los pueblos más especiales de León. Un lugar donde se dan cita la belleza y la memoria y donde la luz de Babia, única en el mundo, tiene un museo donde detenerse a brillar, sin más techo que el cielo y las estrellas. Busquen cualquier excusa para acercarse a él, si es posible caminando, y disfrútenlo.