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Cuando el turista toma posesión de su cuarto en el hotel, no ve los restos de la salud de una mujer esparcidos por la habitación. Todo se halla, en apariencia, impoluto, pero si alguien pasara el ‘Luminol’ de la conciencia por el suelo, por el baño, por el cobertor, por los rincones, encontraría una mezcla de sudor, tragedia, explotación y medicamentos. Una Kelly estuvo allí, deslomándose, antes que él.

Las Kellys de Ibiza y Formentera no es que se hayan puesto en huelga estos días, sino que ya no pueden más. Ni con su trabajo forzado por las condiciones inhumanas en que se lo imponen, ni con sus salarios de mierda, ni con la toxicidad de los productos de limpieza que emplean, ni con la lumbo-ciática que les resulta de arrastrar el pesado carro, ni con los efectos secundarios de la cotidiana ingesta de ansiolíticos, antiinflamatorios y opiáceos que les permiten, bien que arrastrándose, ir cada día a trabajar.

Desde que en marzo de 2018 el entonces presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, reconociera sentirse «impactado» por la realidad laboral de las camareras de piso, sucinta pero crudamente expuesta en la Cámara Alta por la senadora María José López, hija de Kelly, nada se ha hecho desde la Administración para la mejora de sus condiciones de trabajo y de vida, y como nada se ha hecho desde ella, una buena parte de las empresas hoteleras han aprovechado para empeorarlas más si cabe. Cegadas por la avaricia, por el maná de los 80 millones de turistas que nos visitan, esas empresas hasta regatean a las Kellys las tristes migajas con que se remuneró tradicionalmente su valiosísima y esencial aportación al negocio hotelero.

Obligadas a hacer veinte o treinta habitaciones en su jornada laboral interminable a razón de unos dos euros por cada una, burladas en sus contratos, en los que suelen figurar muchas menos horas que las que en realidad dedican, presionadas y precarizadas hasta el límite, despreciadas como parias entre las parias, éstas señoras, que debieran gozar de la más alta estima y reconocimiento social, no es que quieran ir a la huelga, sino despertar de su pesadilla.

Cuando el turista entra en la habitación que el anterior cliente ha dejado emporcada, la halla impoluta. Los suelos limpios, los sanitarios relucientes, las ‘amenities’ y los toallas en su sitio. Lo que no ve es la porción de salud, de vida, que a alguien le ha costado eso. Ni lo ve, ni, al parecer, quiere verlo.