Los muros del papa y de la Unión Europea
Corrían los últimos días de 2018 cuando visité, por primera vez, Roma. Durante más de una semana, recorrí las siete colinas de la Ciudad Eterna. Así, pude admirar ese museo-ciudad al aire libre, que nos hace sentir que somos unos liliputienses si nos comparamos con los hacedores de lo que se puede ver y comtemplar, simplemente callejeando. Y, como no podía ser de otra forma, también recorrí la Colina Vaticana, sita en el Trastévere. Y, aquí, la Ciudad-Estado del Vaticano fue una visita obligada.
Al Vaticano le dediqué dos días. El 25 de diciembre, en la plaza de San Pedro, asistí a la tradicional y ritual bendición Urbi et orbi del papa Francisco. Otro día lo invertí en visitar los museos vaticanos y la Basílica de San Pedro. Impresiona la concentración de obras de arte y también la majestuosidad de la plaza y de la Basílica de San Pedro así como de las dependencias vaticanas. Pero hubo también otras dos cosas que llamaron poderosamente mi atención y que me impactaron muy negativamente. Por eso, voy a centrarme en éstas.
Por un lado, como Jesús cuando entró en el Templo de Jerusalén, me horrorizó la ocupación y la colonización de la ciudad ‘santa’ (?) por los parientes modernos de los que Jesús expulsó del templo de David: los mercaderes, adoradores del ‘becerro de oro’ (Éxodo, 32). Ante esto, a uno le dieron ganas, como a Jesús, de coger el látigo para limpiarla de mercaderes y de repetirles aquello de ‘Mi casa será llamada casa de oración, pero vosotros la habéis convertido en cueva de ladrones’ (Mateo 21,13).
Y, por otro lado, me impactó también la robusta e imponente muralla que rodea completamente la Ciudad-Estado del Vaticano y que no se la salta un gitano. Su trazado coincide con la primitiva, construida en el siglo IX, en parte, por el papa León IV. Tenía y tiene sólo 5 puertas de acceso al territorio vaticano, puertas férreamente custodiadas por los carabinieri y/o los guardias suizos y/o la seguridad privada.
Históricamente, las murallas prístinas fueron construidas para proteger y defender los primeros núcleos urbanos de los enemigos y de las epidemias. Por eso, en Las Partidas, Alfonso X El Sabio, definió la ‘ciudad’ como todo lugar cerrado con muros. Ahora bien, con el paso del tiempo, las murallas también adquirieron otras funciones: demostración de fuerza e independencia política; control del tráfico mercantil y de la fiscalidad sobre las mercancías: para este control, todo debía pasar por una sola puerta de la muralla; papel ornamental: las murallas hacen que las ciudades sean más nobles y bellas, etc. Sin embargo, con la llegada de la pólvora desde China, gracias a Marco Polo, las murallas perdieron su funcionalidad original. Hoy, las parientes modernas de las murallas —las «vallas», por ejemplo, en Ceuta y Melilla; y los «muros», por ejemplo, el demolido «muro de Berlín» o el inacabado muro entre México y EE UU— han encontrado una nueva funcionalidad: impedir o dificultar las migraciones de seres humanos entre países o territorios.
He puesto el acento sobre la muralla que rodea la Ciudad-Estado del Vaticano porque me impresionó. Pero, sobre todo, por las declaraciones del papa Francisco a Jordi Évole, el pasado 22 de marzo, para el programa Salvados (La Sexta). En una larga entrevista, el Francisco habló de lo divino y de lo humano, pero hizo hincapié, sobre todo, en el drama humano de los refugiados y de los migrantes. Unos y otros —aguijoneados por el por el hambre, las persecuciones, las guerras, la injusticia, la pobreza, la desesperación, etc. y también por una gran ilusión y una esperanza o fe ciega en una vida mejor— se ponen en movimiento, sin medir las consecuencias de una migración instintiva, vital, desordenada e ilegal. Y, por eso, puede decirse que, en general, salen de Málaga para entrar en Malagón, donde a muchos les espera la muerte, el sufrimiento, la explotación laboral y sexual, etc.
En la parte central de la precitada entrevista Évole le mostró un trozo de concertina de las vallas de Ceuta y Melilla, que separan estas dos ciudades de Marruecos, e hizo referencia explícita al muro que Trump quiere seguir construyendo y rematar entre México y EE UU. Y también trajo a colación esos ‘muros naturales’ de los desiertos, de los ríos, de los mares, de las montañas y de los países-muralla. Este es el caso de Turquía y Marruecos, encargados de impedir, como auténticos mercenarios y a cambio de jugosas contraprestaciones crematísticas, que los emigrantes lleguen a Europa.
Ante estos hechos, el Francisco siente un gran dolor y echa la culpa al capitalismo y a esa madre envejecida y descastada que es Europa. Además, formula una «ley universal», según él, válida en el orden social y personal: «El que levanta un muro termina siendo prisionero del muro que levantó». Para evitar esta auto-prisión, propone la alternativa de «construir puentes», que permitan que los hombres puedan circular libremente y comunicarse.