Viperinas y de las otras
En un viejo librín, acabo de leer la carta abierta de la escritora Emilia Pardo Bazán al historiador Rafael Altamira, datada en 1891. Este, en un artículo opinaba sobre la conveniencia o no de que hubiese escritoras en la Academia. Él no negaba méritos literarios para ello a la autora de Los pazos de Ulloa, ni conocimientos de los secretos del lenguaje, pero admitía que la opinión dominante era que aquello era asunto de hombres. Visto con nuestros ojos, suponía pasar de Guatemala a Guatepeor. Doña Emilia se quedó sin sillón vacante, en los tres intentos por presentarla, en medio de rifirrafes escritos y verbales. Admitía : «Todos conformamos entonces en que lo que se discutía no era el derecho de usted a ser académico, sino el derecho y las aptitudes de la mujer para alcanzar esa sanción oficial y externa». No veo machismo por todas partes, ni comparto todos los discursos feministas por el hecho de serlo, pero aquí la arbitrariedad resulta propia de un sainete, sino fuese tan triste. De esa España procedemos, aunque unos más que otros. Fue una española excepcional: gran escritora, catedrática, política, comprometida con los derechos de la mujer… Doña Emilia termina su texto vaticinando que el siglo XX será el de «la mujer rescatada». Valera se opuso al ingreso de mujeres, «por poco que abriésemos la mano, la Academia se convertiría en un aquelarre». Y Menéndez Pelayo lo calificó de «estrafalaria pretensión».
En una carta, la coruñesa, quien hubo de tener retranca, se imaginaba que Santa Teresa también era rechazada como académica, porque los ilustrísimos «se habrían sentidos cohibidos para contarse chistes verdes». Si así pensaban los listos mejor no preguntarse por lo que pensaban los iletrados, porque además ya lo sabemos. Dicen quienes entienden que todo se ofuscó en el XIX.
Por cierto, la Real Academia acaba de dar por buenas las expresiones «subir arriba» y «bajar abajo». Quizá sean redundantes, pero no incorrectas. Don Juan subió a los palacios y bajo a las cabañas, mediante el salto de la rana. Ya lo escribió Joaquín Abati en su célebre poema: «sube que sube que sube/ en brazos cae de un querube/ la hija del conde, la Pepa». Y no me tiren más de la lengua, que me conozco.