Agua vino... y se fue
Qué pensaría aquel labriego murciano que era incapaz de articular palabra en una conexión de la tele mientras contemplaba a sus pies un mar de agua arcillosa y canalla anegando sus naranjales hasta el penacho. Seguramente se le inundó también su casa, como a tantos, acumulándose en su puerta los muebles y enseres inservibles a la espera del camión de la basura y agradeciendo el plato solidario que brindó su vecindad ante la tardanza de la ayuda oficial porque el jefe del servicio estaba en el teatro. Adiós a todo, a empezar de nuevo. Qué pensaría. Porque bien le cabría aquella frase que estampó en su barracón un preso de Auschwitz: «Si Dios existe, tendrá que pedirme perdón». Cuánta agua. Quizá ese labriego pensara que, para colmo de tanta desgracia esparcida, ese agua (tan escasa e implorada en la huerta murciana) se va al mar inútilmente y no hay guardias que la detengan y reserven para los próximos estiajes duros que a la fuerza llegarán ahí pasado mañana recrudeciendo la guerra de los trasvases y las rogativas «ad petendam pluviam». Cuando asome la próxima sequía y vea languidecer sus lechugas o alcachofas, ese labriego recordará la tantísima agua que se fue en vano ayer tras hacer tanto daño, porque le sería pura vida salvándole el año que quizá pierda, ya que los seguros agrarios solo dan para vaselina, si es que suscribió alguno, que no están las cosas para muchas alegrías cuando le pagan a 15 céntimos el kilo de limones. Y porque sabe que si Murcia hubiera podido apresar el agua inmensa que le cayó encima, tendría garantizado el riego de toda su huerta durante cinco o siete años sin tener que depender del Tajo-Segura y de la maldición del manchego convencido de que parte de ese agua acaba en campos de golf, así que crece el grito popular contra ese trasvase aunque lo pague el hortelano contiguo («al vecino, ni tocino»). Y ahora solo falta que ese labriego estampe una pintada en su acequia: «Si Dios existe, tendrá que repartir mejor los aguaceros».