Sabe y dice
La amenaza, el poder, la soberbia y la sospecha empiezan a asentarse en los umbrales de lo categórico, circunstancia que siembra actitudes, cada vez más generalizadas, de desconfianza y miedo, signos definitorios de los últimos tiempos. Abundan los domadores de jilgueros. Nada más arriesgado que hacer de lo extraordinario, de lo extraordinario negativo sobre todo, algo habitual, cercano, incluso virtuoso.
Se asienta esta breve reflexión en las altas instancias del poder que una gran mayoría pretende retener, no se sabe muy bien con qué fundamento, quizá en un deseo igualitario sin solidez y basada en el anonimato —el clásico tirar la piedra y esconder la mano— o en provocar ciertos temores en los demás recurriendo al arcano misterio que el oráculo de barro pueda decir sin precisar hasta dónde llegan sus verdaderos contenidos, diluidos en esa manida frase «si yo hablase…», tantas veces repetida sin que nunca jamás amén llegue a hablar el susodicho que pretende tener agarrado por los güevos al vecindario. Lo resume muy bien esta expresión, entre el juego de palabras y la contraposición: «Sabe menos de lo que dice, dice menos de lo que sabe».
Por partes. «Sabe menos de lo que dice», aunque el aludido nunca haya dicho nada el pobre. Ocurre que hay una tendencia igualatoria en que frecuentemente no tiene cabida el que reflexiona, el que opina, el que simplemente habla con soltura sobre algunos asuntos. Hay quienes no aceptan fácilmente la brillantez ajena, el simple conocimiento, a secas. E inundan, o tratan, el entorno de descrédito, de voces bajas, de negaciones sin fundamento. «¡Quién se habrá creído este!», afirman sin saber quizá que el reconocimiento ajeno dignifica y ennoblece al reconocedor. No todas las palabras tienen el mismo valor en todos los campos y ocasiones. Máxima aristotélica: «El ignorante afirma, el sabio duda y reflexiona».
Se respeta, sin embargo, se teme, mejor, al que «dice menos de lo que sabe», aunque no sepa ni un gramo más de lo que dice. Parece que todos quieren guardar una bala en la recámara. En algunos ámbitos, quizá de forma especial en el de la política, se utiliza como argumento subterráneo que difícilmente sale a flote. Suele ser más amenaza que argumento, farol sin luz. Los silencios siempre tienen deudas. Los silencios sin contenido, ninguna. La palabra solo tiene validez cuando se asienta en la categoría que se le supone. Máxima platónica: «El hombre sabio querrá estar siempre con quien sea mejor que él».