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Lo último en la dictadura de la corrección política, ese puritanismo cursi, ignorante y racista que nos dicta los usos de pertenencia al rebaño, han sido las críticas al primer ministro canadiense por una foto de juventud disfrazado de Aladino. Disculparse por nada banaliza el compromiso con la responsabilidad. Justin Trudeau no siente en realidad haberse pintado la cara de marrón, pero sabe que los hay incluso más peligrosos que su contrincante político, Jagmeet Singh, que ha tildado el disfraz de «realmente insultante». Ante algo así, sólo se puede acudir a la frase que Martin Amis empleó para referirse a Jeremy Corbyn: «Un hombre sin sentido del humor se convierte en un chiste, una broma que además él será el único que no entenderá».  

En eso estamos. En una sociedad sin capacidad para asumir con inteligencia la mueca aristotélica, negligente en su formación intelectual e incapaz de ponerse en duda. Una humorada negra, en suma, de la que es difícil salir. Pedir perdón por disfrazarse de negro, de chino o de mahometano es producto de la misma digestión ideológica que esconde bajo la alfombra la crítica por machismo u homofobia a los hijos de otro dios, culturas a los que desposeemos de inteligencia al borrarles la moral. Son inferiores, más primitivos, menos evolucionados (parecen decir) y, por lo tanto, con ellos hay que arbitrar una mirada compasiva. O sea, racista.  

Racistas son los que creen que hay que pedir perdón por disfrazarse de Aladino pero no de Guillermo Tell y xenófobos son todos los que consideran que un machista cristiano debe purgarse más a menudo que uno musulmán o hindú. Colectivizar es despojarnos de lo único que nos hace únicos, diferentes, de todo lo que permite que la libertad individual nos permita evolucionar. ¿Por qué cuando ven a Justin Trudeau disfrazado de Aladino sólo ven a un pueblo marginado y no al que fue capaz de bajar al infierno para rescatar a un dios? Pues eso, por simple racismo.