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Nada quedará bajo nuestros pies. Ni siquiera esta roca que gira en torno al sol y que un día se convertirá en un filamento helado. Tampoco habrá nadie para contar nuestras fatigas y proezas. Por eso suscita tanto asombro este apego por el mundo material, aunque sea bajo el delirio de los faraones: al final no sobrevivirá de nosotros ni una mísera monda. Más chocante resulta, si cabe, el afán de posteridad, no digamos ya el ansia de protagonismo de los políticos: todos aquellos que, subidos al púlpito de los medios, suplicarán nuestro voto durante las próximas semanas. Oyéndolos, uno se pregunta: ¿realmente compensa el hastío y el estupor que provocan? ¿No se cansan de maldecir y descalificar a sus rivales? ¿Merece la pena esa fama efímera? Debe ser que sí, pues no desfallecen y se comportan como si el futuro les perteneciera. Su tesón y su codicia, sin embargo, contrastan con el paso del tiempo, con este otoño que, como ninguna otra estación, refleja lo mudadizo de nuestra existencia. Uno camina por la calle, atraviesa con calma el Parque de Quevedo y percibe en el aire una vibración inédita: todo parece deslizarse hacia un desenlace casual y por mucho que te empeñes, por mucho que te pongas de puntillas, el cielo (el suspiro de octubre) no estará más cerca de ti. Estas mañanas soleadas se despiden como huéspedes furtivos, y en breve, la oscuridad se emboscará a las puertas de tu casa. Acudo a la boda de mi hija en Roma y siento con intensidad el paso del tiempo. En el gozo de los amigos que acaban de llegar y en toda la belleza que nos rodea: los árboles de copas altas, los muros vastos y rosados, el rumor tibio de la celebración. Una chica de pelo color fuego pone un video donde no me reconozco: no sé si es porque aparezco de joven, o porque tengo los ojos llenos de lágrimas. El paso del tiempo, me digo, el paso del tiempo. Brindamos y abrazamos a los novios, el sol baja los hombros sobre las mesas de madera y me veo años después, vestido con una chaqueta que me queda un poco grande (como suele sucederle a los viejos), hablándole a un pájaro, intentando desplazar una hoja terca con el bastón. Esa hoja no tiene nombre y, como decía al principio, llegará un día en que nada lo tenga. Pero mientras los jóvenes se alejan entre risas y el silencio inunda nuestros corazones, también me veo al borde de un otoño nupcial: ya no me conciernen las miserias humanas, hace mucho que no escucho a los políticos y el viento, siempre tan caprichoso, ha dejado en mi cabeza un nido blanco. Me levanto y doblo con cuidado las hojas del periódico. A lo mejor para entonces ya no hay prensa escrita, pero usted es testigo de que estas palabras latirán aquí como una oración.