Comparaciones injustificadas
Los débiles ejercientes de la política española se han instalado definitivamente en la negación de la evidencia y en el relato —palabra que tanto parece gustarles últimamente— de la realidad desde posturas de pura ficción. Y no se les mueve ni uno solo de los músculos de la vergüenza. Supongo que no se lo crean, aunque vaya usted a saber, que las altas dosis de cinismo parecen requisito imprescindible en el ejercicio de esta tarea cuya nobleza está cada día más en entredicho. Con esta falta de sentido común alarmante y solo con el ánimo de justificar lo que difícilmente tiene justificación —Madrid, a sus órdenes—, al señor mandamás de esta comunidad, débil, indefinida y vaporosa, no se le ocurre otra cosa, como consecuencia, más que comparar, con todas las vaguedades necesarias, a Unamuno con Maroto. ¡Cuánto disparate! Su segundo, que discursea por estas tierras autoproclamándose paladín contra la corrupción, parece no enterarse de los goles que le cuelan por una portería sin apenas cobertura.
Diferencia esencial en la comparación —entrar en otros detalles me parecería una aberración por mi parte— es que Unamuno vivía en esta tierra y Maroto se ‘apuntó’ para la ocasión, o después, de ser designado senador por las Cortes de Castilla y León. Puro cambalache, señor mandamás, una simple estrategia del partido para situarlo en el lugar convenido y no dejar sin sueldo al señor de Vitoria, donde los vientos de los votos no le fueron favorables, dadas las escaseces dinerarias populares. Y quien se mueva y piense —ya se paga a otros para tal menester—, no sale en la foto, según expresión desafortunada de un socialista de apellido bélico. La historia es una especie de espiral que pocas veces se recicla. Tomamos de ella lo que nos interesa, cuando no la interpretamos conforme a las propias conveniencias, solo con el rigor de los intereses: así, cuando llegan sus vientos, todo lo destruyen.
Aunque algunas comunidades autónomas tienen ‘prohibidas’ de facto este tipo de operaciones, aquí parece haberse perdido el sentido de la mesura, puesta, una vez más, al servicio del partido, no de los ciudadanos. El partido intentará borrar con algún gesto el dislate hasta que se apodere de él el olvido. Lo más triste, sin embargo, es el desprecio y la poca consideración hacia los de dentro. El hecho parece una confesión de poca o nula consideración hacia ellos. Hay que buscarlos fuera. Pero manda quien manda…