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Un muerto en la barra del bar

La exhumación de Franco es una deshonra menos para la democracia, aunque el espectáculo ha sido vergonzante. Hay mucho que exhumar: la dignidad de las víctimas del franquismo, lo primero.

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Cuando Franco murió nos dieron tres días de vacaciones escolares. A mí se me hicieron tan largas que me parecieron una semana. En el blanco y negro de la tele vi desfilar a decenas de gente llorosa que se reclinaba sobre el féretro o levantaba la mano derecha. Me aburría la música marcial.  

Contemplé esa imagen con total desapego. Como una ficción. Me preguntaba si en todos los países del mundo habría otros señores como ese, vivos, muertos o embalsamados (palabra que me estremecía como pasar por delante del cementerio en la oscuridad de la noche).  

Confieso mi ignorancia del régimen en el que vivíamos. Me espanta que las generaciones que han nacido en democracia sigan en la misma ignorancia. No me habían obligado a cantar el Cara el sol, aunque en casa se recordaba a dos inocentes, muertos en la guerra, y se hablaba de las requisas del trigo y las persecuciones de la Guardia Civil a la molienda nocturna y clandestina del trigo que se escamoteaba para tener un poco de pan. Y sobre todo, me habían metido en el cuerpo un miedo atroz al infierno.  

Cuarenta años después, el féretro del dictador colgado de un helicóptero me evocó aquellos días mientras escuchaba una discusión tan tabernaria como cavernaria. El féretro colgaba de un helicóptero y yo asistí a un espectáculo sociológico sentada en una estación de autobuses. Me trasladaba de la trágica astracanada del Brexit a la patética ignorancia de nuestra memoria histórica.  

Con el muerto sobre la barra del bar, la camarera pleiteaba con una cliente sobre la inoportunidad de la exhumación de Franco. Que si Cataluña, que si el paro... Que si la abuela fuma. La nula pedagogía que esta democracia ha hecho de la memoria histórica ha restado comprensión a un gesto obligado.  

Había que hacerlo. Y se ha hecho. Pero hay mucho por hacer aún, Pedro Sánchez. A la sociedad española nos plantaron un muerto en la barra del bar, vía espectáculo audiovisual, y se multiplicaron (de forma absolutamente irreal) los asistentes al entierro y las proclamas a favor del pollo en la bandera.  

La idea de que sacar a Franco de Cuelgamuros es una baza electoral ha planeado sobre nuestras cabezas con ese féretro colgante. La realidad es que se ha convertido en una caja de resonancia de los odiadores de la patria (que se autodenoniman patriotas).  

No importa. Hay que seguir exhumando. A todas las Genara, que como la maestra de Cirujales asesinada en León en el paredón de Puente Castro en 1941, que permanecen en las cunetas de tierra y de la memoria. Hay mucha tierra que excavar para sacar el muerto de la barra del bar. Hay que exhumar la información que se nos ocultó, o que sólo circula en círculos pequeños, sobre la riqueza que la familia de Franco y tantas otras atesoraron gracias al abuso y a mantener a raya a una sociedad a base de palo y sotanas.  

Nicolás Sánchez Albornoz, uno de los presos que lograron huir de Cuelgamuros en el episodio conocido cinematográficamente como Los años bárbaros, reveló que las empresas se enriquecían con la mano de obra barata que el franquismo les prestaba para hacer el mausoleo, y también de cómo el Estado se embolsaba una parte de los pagos. Eso mismo pasó en Cuelgamuros, en Villameca, en Los Barrios de Luna, en la carretera de Castrocontrigo, en Villamanín... y en tantos lugares donde los rojos penados fueron usados para reconstruir el país.  

Que la democracia permita que el presidente del Tribunal Superior de Justicia de Castilla y León pueda decir que cumplir con una ley aprobada en el Parlamento es desenterrar odios no deja de ser una anomalía del sistema que nos ‘dieron’ cuando nada sabíamos de la democracia.  

No hay más odio que el suyo, señor Concepción, y el de quienes invocan tan pobre argumento. Se trata de exhumar la verdad, la justicia y la reparación. Es lo que la ONU exige al Estado español y por más que arda Cataluña o que el paro cabalgue de nuevo, era necesario quitarnos este muerto de encima. Pero no para no ponerlo en la barra del bar.