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Todos los muertos

Río Arriba | Los muertos desde que el hombre pasea por este valle de sombras, aquellos que yacen bajo la tierra o en el lecho marino, superan con creces a los que seguimos vivos

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Pasado mañana se celebra el día de difuntos. Pocas fechas son capaces de congregar a tantas personas en torno a una conmemoración. Pocos pretextos tan íntimos, nostálgicos y solemnes.

Los muertos desde que el hombre pasea por este valle de sombras, aquellos que yacen bajo la tierra o en el lecho marino, superan con creces a los que seguimos vivos. Guerras, plagas y catástrofes naturales han cumplido fielmente su macabra función.

Llegados a este punto, siempre nos asalta la misma pregunta: ¿por qué no, para siempre y para todos, una muerte súbita e indolora? ¿Por qué ese frenesí de las agonías, del malestar negro, de las despedidas atroces? ¿Qué necesidad había? ¿Para qué los colmillos despedazando la carne, los bóvidos mugiendo aterrados, los viejos babeando entre cables y sondas? ¿Dónde la piedad, los escrúpulos, incluso la posibilidad del candor de los niños?

Las formas de irse de este mundo son de una violencia abrumadora: hombres ahogados en ríos helados, en arenas movedizas, en páramos inmundos; víctimas de una maceta caída de un piso, o de un hueso de pollo atravesando la nuez; despachados por una bala, un puñal o una quijada; coceados por un asno o un percherón; sepultados por un camión de arena o un alud de nieve; devorados por una hiena o una legión de hormigas; narcotizados, aplastados, acribillados, ensartados, gangrenados, despellejados, heridos de muerte…

La muerte como una bestia infatigable, voraz y nunca saciada; la muerte dejando sobre la tierra millones de seres desnudos y anónimos: menudo abono a nuestros pies. Toda la tierra parece, en realidad, un enorme camposanto. Quizá por eso necesitemos vernos y depositar un homenaje frágil sobre las tumbas: las páginas de un libro, un puñado de flores, la sombra del abrigo que roza la sepultura.

Están quienes, desde hemisferios remotos, celebran la muerte con el júbilo de la danza y la comida: probablemente hayan entendido mejor lo que se asocia al lado sombrío de la vida. Hace un año visité con mi hija un cementerio cautivador, en el delicado barrio de Chelsea.

A la salida había un café donde servían pasteles deliciosos. Durante el trayecto me detuve ante una tumba: la de una mujer que, nacida en el Siglo XIX, había fallecido el día en que yo había venido al mundo. Creo recordar que a los ochenta y tres años de edad: suficientes, me dije a mí mismo y desde entonces la tomo como referencia. Solo es un pretexto para dedicarme a lo único que importa mientras llega el desenlace: el amor a mi compañera, la familia cercana, mi hija, algún viaje, varios libros. De Lorca, dejo aquí una reflexión que tiene algo de sumaria y deslumbrante: «Como no me he preocupado de nacer, no me preocupo de morir».