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Votar un diez de noviembre en la montaña leonesa puede ser una empresa heroica. A la gente que está en Madrid no se le pasa por la cabeza –ni en sueños— que una tempestad de nieve impida votar a sus sufridos habitantes. En el denso universo de los algoritmos y las encuestas, representan poca cosa, solo son un arabesco estadístico. Sin embargo, alguien decide votar ese día y, armándose de coraje y una pizca de melancolía, regresa a su tierra para ejercer su derecho. Es un hombre de cierta edad y pesan sobre su memoria cosas pavorosas: una sucesión de décadas donde votar libremente era un propósito inalcanzable, incluso un afán peligroso. Así que decide celebrarlo –pese a las inclemencias— como se merece y convierte la jornada en algo especial. Acudirá al colegio tras tirar de pala y pasarlas canutas, pero lo compensará con creces: extenuado y cubierto de nieve recuperará fuerzas en La Casona De Babia, donde la cortesía de Patricia y un menú espléndido le reconciliarán con sus semejantes. Ahí es nada, tomarse un café de puchero viendo la imponente silueta de Peña Ubiña al fondo. A nuestro hombre, cuyo médico de cabecera le permite ciertas licencias —diremos que gozos veniales—, le apetece un elixir florentino y asienta sus huesos en Cabrillanes, en el Bar Brumas, donde Alfonso le ofrecerá un cóctel Negroni como Dios manda (incluyendo sus dosis religiosa de Campari). La tarde se cierra progresivamente y entonces, un poco exaltado, se inclinará por una opción radical: ir allí donde la ventisca es un lienzo perpetuo y salvaje, el mismo lugar donde tiene su nacimiento el Río Sil. Camino del pueblo más alto de la provincia de León, La Cueta, este votante nostálgico y ligeramente ebrio, atravesará entre copos zigzagueantes un paisaje estremecedor, de una belleza abrupta e irrepetible. Al llegar, la hospitalidad de Emilio y su madre Estrella le redimirán con una fuente de fisuelos, acompañados de una taza de chocolate humeante. Pocas cosas más gratas en este otoño invernal. Llegado a este punto, es posible que nuestro viajero se recueste en el escaño y se deje arrastrar por una súbita ensoñación. Tal vez se vea a sí mismo cincuenta años antes, lanzando bolas blancas a la salida de la escuela y será en ese instante, entre la vigilia y la memoria, cuando repare en que, durante su viaje por Babia, apenas ha visto niños. Se preguntará, entonces, si todo esto ha merecido la pena y en qué se equivocaron los miembros de su generación. Lo dejamos murmurando y ordenando los recuerdos, porque su añoranza nos merece un respeto. Fuera la nieve cae con una somnolencia inaplazable, de industrias y palabras susurradas, como si los juegos de los niños se negasen a desaparecer.