Memoria de nieve
La nieve lo cubre todo. No la nieve a ras de mesita, que disloca mandíbulas y come neuronas con la voracidad de una tenia que empieza por excitar y termina por deprimir todo a su paso, sino la que llena los pueblos cuando vence el adiós del presentador del telediario y se marchan los reporteros a buscar otro souvenir con el que llenar minutos de pantalla. La nieve, la que no come el lobo porque no hay invierno que se desprenda de su manto, se queda para atollar en los caminos que trepan al monte, en las callejuelas que dan la vuelta por detrás para llegar a la iglesia por un reguerín de pisadas y en los pilones donde dormitan su sueño meloso los copos a punto de derretirse. La nieve nos rescata de aquella primera mañana en la que nos asomaron en mantillas por la ventana de la cocina para ver el mundo arramarse como la nata por los costeros del cazo, mientras aprendíamos que el frío era un carga genética de la que nunca querríamos desprendernos. Con esa intensidad que nos deslumbró entonces, cuando estrenamos los ojos al impacto de una luz con la que mediríamos la intensidad y el color de todas las luces a partir de ese momento, la nieve vuelve a buscarnos para que encontremos los recuerdos que creíamos perdidos: la procesión de las vacas por el tubo abierto entre el hielo para que abrevaran en el pilón; las paleadas hasta la linde con el pueblo siguiente para auxiliar a un vecino; el velatorio del paisano al fresco del corral hasta que calmara el tiempo y pudiera subirse al cementerio, donde cavar una tumba en la que darle cristiana sepultura... Muchos ni siquiera eran nuestros, pero los adoptamos, con la misma naturalidad que el acento que nos hace cantar en el estribo de las frases, y los sumamos a las batallas campales de bolas a la salida de la escuela, a los ángeles descritos con los brazos en el suelo, a las huellas de las botas de los niños al crecer. Esa nieve, que se espesa sobre las camperas para sanearlas de plagas y cumplir con la selección natural de las especies, se cierne con el empeño de quien reclama una deuda. Viene a por nosotros, que nos empeñamos en repetir que ya no nieva como antes, que desde que hicieron los pantanos no ha vuelto a caer igual en la montaña. Hasta que nos visita de nuevo la borrasca. Entra con hielo, se enreda en nubes, templa de pronto y se tiende a nevar. Entonces, como en el verso de Julio Llamazares, nuestra memoria es ya la memoria de la nieve.