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El estrabismo que sufre España hace que los premios nacionales de este año hayan obviado el castellano. Que este tipo de premios tiene una convergencia innegable con el poder político lo demuestra el hecho de que el Nobel se quedó sin Borges, un pecado por el que el español, este gran país que apenas ha comenzado a crecer y ya tiene más de 500 millones de ‘conciudadanos’, no dejará de redimirse nunca. Todo está muy bien, incluso lo que no lo está, en un momento en el que España vuelve a su lugar de destino en lo universal, que no es más que el precipicio en el que lo han colocado siempre las élites para que el pueblo lo rescate con su sacrificio. Nunca es tarde si la dicha es buena. Reconocer que todas las lenguas españolas son exponente de cultura es siempre beneficioso, pero no hay que dejarse demasiados pelos en la gatera o, dicho de otra manera, es preferible resultar menos obvio si no quieres que el talento quede ensombrecido por el el slogan de lo inmediato.  

Hace tiempo que la novela leonesa —la poesía ha sido reivindicada con premios a Antonio Colinas y Antonio Gamoneda— debería haber sido reconocida por el Cervantes como uno de los universos creativos que más ha aportado al crecimiento cultural de España. No ha sido así. Y, sin embargo, las letras estarían huérfanas si sus palabras se borraran. Sin los escenarios de Jesús Rodríguez Santos, sin Luis Mateo Díez o Juan Pedro Aparicio, sin Julio Llamazares, Andrés Trapiello, José María Merino o Jesús Torbado al espíritu de la literatura hispana le faltaría una épica que sólo entiende quien conozca al demiurgo que hiló sus historias en el gran filandón de la noche ancestral. Su crisol literario destila una manera de entender el mundo en la que el héroe siempre pierde, una mirada nostálgica y humanista del hombre que es el reflejo de la propia idiosincrasia de este lugar, un escenario que se desvanece y que sólo gracias a todos ellos vivirá para siempre.