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León está a oscuras. No lo digo metafóricamente, si no en sentido literal. Hay barrios donde a ciertas horas caminas con la impresión de no saber muy bien dónde pisas (cagadas de perro, sobre todo,) o a quién puedes encontrarte. Las siluetas, al otro lado de las avenidas, tienen un aire clandestino, como de novela de John Le Carré. La cosa viene de hace años, como si la ciudad se hubiese ido sumergiendo en una niebla opaca. Eras de Renueva, por ejemplo, es un caso paradigmático: algunas noches, de regreso a casa, te da la sensación de atravesar un territorio espectral. Hay quien lo atribuye a las farolas, altas como demonios y adormecidas: así no hay modo de que llegue la luz al suelo. Habría que hablar con los expertos en mobiliario o los urbanistas que las diseñaron para que nos ofrecieran su versión: eso antes de arrojarles unos tomates, o silbarles como hacía en el teatro Valle-Inclán, tan aficionado, por otro lado, a los escenarios brumosos. A lo mejor son los mismos que perpetraron esa fuente monstruosa que colocaron en Pinilla.

El caso es que León está a oscuras y debemos agradecer que los cacos y los asaltadores no se prodiguen, porque entonces sí que sería una película de miedo. Basta salir por el mundo para saber de qué estamos hablando. Se acerca uno a los municipios del País Vasco y, en comparación, parece que estás en Hollywood. Donde quiera que dirijas la mirada ves un festival de neones. Tampoco es lo de Vigo, donde su alcalde audaz y parlanchín ha convertido aquello en un blockbuster de la Disney. Las masas le aplauden embriagadas y habla de deslumbrar al mundo y emular a Nueva York. Qué ínfulas, qué derroche de fondos públicos.

A ver si un domingo, por un despiste, le arrojan bombas los del antiguo Pacto de Varsovia. No están los tiempos para bromas. Lo que queremos decir es que tampoco se trata de convertir las rotondas en recintos feriales, pero los pasos de cebra, mejor iluminados, serían más seguros. Lo escribe uno a quien atropelló un auto en Pinilla porque, en palabras del chófer, ««no veía ni torta»». A lo mejor los de Zara tienen que vendernos abrigos más luminosos, que en invierno parece que los leoneses vamos siempre de entierro. Esto me lleva a pensar que, frente a tanta oscuridad física y moral, León tiene que empezar a brillar con luz propia, en una región donde no sé si Valladolid nos roba, como sostienen los catalanes del resto de España, pero sí que nos hace sombra como nadie. Siempre nos queda la posibilidad de ir con un candil como Diógenes, a quien tanto le costaba encontrar hombres honrados por Atenas. O de gritar con afán las palabras que se le atribuyen a Goethe en su lecho de muerte: «¡Luz, un poco más de luz!».