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De entre todos los que estaban apilados en la estantería, saqué uno al azar. No me fijé en el título ni en el grosor del libro de Alice Munro que iba a coger; tan solo quería volver a leerla cuando supe que había muerto. Los cuentos de la escritora canadiense son una genialidad que me descubrió un amigo como una confidencia. Después, cuando ganó el Nobel en 2013, el beneplácito colectivo se transformó en más libros suyos en casa, más cuentos sobre lo doméstico, sobre lo que sucede en las familias, sobre el espanto que se esconde en la normalidad. ¿Cómo no hacerle un corte de mangas a la muerte leyéndola de nuevo? «En cada década ves el pasado de manera diferente», decía Munro. Y así es, salvo porque en el cuento que leí al azar, el pasado parecía tan presente como un fantasma con sombra. El libro que saqué se llama El progreso del amor , una recopilación de cuentos editado en nuestro país en 2009. El primer relato da título al libro y es la historia de dos hermanastras que se reúnen después de un tiempo sin verse y que, en conversaciones aparentemente triviales, sacan a la luz el recuerdo que cada una tiene de la madre. Para la hermana pequeña, era una mujer con un grotesco sentido del humor, hasta el punto de fingir que iba a suicidarse para gastar una broma a su padre; para la otra, la hermana mayor, su madre estuvo a punto de ahorcarse ante ella y lo impidió una vecina cuando la vio salir chillando y corriendo del granero. ¿Así era el cuento cuando lo leí? Recordaba la historia, pero no la dicotomía tan brutal sobre el suicidio, la perversión del recuerdo y, por tanto, la banalización que se hacía del mismo. Alice Munro lo escribió en 1985, cuando hablar de salud mental no estaba legitimado sino, más bien, se escondía, se disimulaba, se asumía o se explicaba con esa cualidad imaginativa que transmite la doble versión que dan las hijas. Obvio que el relato dice mucho de la época en la que fue escrito, pero en esta década el pasado no se ve distinto, sino peor. Cierro el libro de Munro y busco datos. En 2022, murieron por suicidio en nuestro país 4.227 personas, y en 2009, cuando leí por primera vez ese relato, 3.429 personas. ¿Por qué entonces lo que parecía una licencia literaria, ahora es una advertencia sobre el suicidio? Si hubiéramos leído mejor a Alice Munro, así como los relatos de hijos, hermanos, amigos, padres, novias, docentes o especialistas clínicos, ¿seríamos capaces de ver al fantasma y no solo su sombra? Me pregunto qué más hemos obviado al darlo todo por leído. Por cierto, en 1985, cuando el cuento fue escrito, se quitaron la vida 2.514 personas en nuestro país. Ahora es el doble.

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