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Para superar la limitación de nuestro conocimiento de la verdad nos hemos servido, desde hace milenios, del acervo cultural y de la autoridad de personas expertas en los diversos ámbitos del saber. Con ello rompemos el adanismo que reduce la amplitud del mundo conocido: tanto se ha reducido que hemos abandonado el significado de «verdad» para adoptar la «post-verdad». Algunas consecuencias de este paso son: el acentuar la realidad virtual, la creación del propio relato como fundamento de la realidad personal o social, la coherencia de la incoherencia o el «sí es sí mientras me venga bien», la ficción como autosugestión o el primado del sentimiento subjetivo, etc. Esta deriva tan acusada en el mundo occidental en la última década conlleva un grave peligro: Se vive de puntillas una vida light, y eso es el mejor caldo de cultivo para una fácil manipulación social. Basta con observar la cantidad de tópicos y prejuicios que se inoculan por los creadores de opinión y se asumen como pensamiento único. La actitud contraria sería el pensamiento crítico, que se enfrenta a la docilidad de que piensa como le dicen y huye de lo virtual para buscar la verdad objetiva.

En el terreno de la fe, la búsqueda de la verdad es actitud esencial; y la verdad siempre está más allá: para la razón está más allá de la física (metafísica); para la fe está más allá del horizonte personal. Por ello necesitamos testigos, aquellos exploradores que en avanzadilla se han adentrado en la tierra prometida y nos traen algunos frutos generosos que atestiguan la existencia de lo que anhelamos.

El evangelio según san Juan que acogemos este domingo nos presenta a Juan Bautista como testigo del Señor. Tiene una fuerza especial su afirmación: «Yo lo he visto y he dado testimonio de que éste es Hijo de Dios». La experiencia de fe ha de capacitarnos para dar testimonio ante tantas personas que buscan en la oscuridad una luz que sostenga el sentido de sus vidas.