Catástrofe en ciernes
La ONU, que suele mostrarse incapaz de quorum hasta para condenar el bombardeo de una guardería, este verano pasado nos recomendó un cambio de dieta a escala planetaria, toma nísperos y ahí queda queso. A uno ya han intentado convencerle en otras ocasiones de los beneficios de una dieta exclusivamente vegetariana, pero se ha mantenido firme en su condición natural de omnívoro, que además es la fe de mis mayores. En esta grande ocasión que han visto los siglos —una unanimidad de los miembros de la ONU— el argumentario no venía por el lado del adelgazamiento. La andanada llegaba desde una doble vertiente: lo saludable y el combate contra el cambio climático.
Lo sano, que se ha convertido en un mantra, ha tomado hasta la publicidad y no estamos muy lejos de ver cómo nos adoctrinan sobre algún tipo de muerte sana, blanca como la luz de los hospitales, estabulados en un desván de cinco estrellas. Lo más sano que conocemos es el oxígeno, oiga, que sin él no habría vida, pero siempre dentro de unas proporciones: también es un potente veneno, como tantas de las cosas que no engordan. Vivimos tan rodeados de cautelas que uno ya casi se asombra de que la gente se atreva, forzando la máquina y tentando a la suerte, a pisar la calle. Lo del «calentamiento global», eso sí, son palabras mayores. Dejando a un lado el chiste fácil, se nos insta a cambiar nuestra dieta porque el uso intensivo de los suelos que estamos practicando deja una enorme huella de carbono que impulsa el efecto invernadero. Mientras a alguien se le ocurre un tipo de comida eólica o solar, en nuestra mano está no desperdiciar alimentos, que a día de hoy un tercio de ellos van a la basura.
De lo que no habla el informe de las naciones unidas es del mundo superpoblado que habitamos. De hecho, casi nadie osa mentarlo: estamos agotando los recursos imprescindibles para la vida humana porque somos muchos, demasiados. Tantos que el criterio de sostenibilidad debería empezar a aplicarse a la demografía, aunque sea un asunto del que a nadie le guste hablar. Políticas de contención, dado que somos la especie dominante, la que carece de depredadores, la que está al margen del autocontrol de poblaciones al que la naturaleza somete a las demás especies. Antes de que ella se rebele, como suele, con alguna catástrofe global.