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La natalidad inició una recuperación notable a mediados del siglo pasado. Los pueblos mineros leoneses, pequeños salvoconductos de un país fatigado y hambriento, se llenaron de gente. El mío no fue una excepción, y se llenó también de una chavalería vital y lúdica.

Las circunstancias vinieron a alegrar los días de quienes ya andaban detrás de balones, tabas o bautizos. Aquí está ahora el pequeño argumento de la memoria. Los bautizos se multiplicaron hasta convertirse casi en costumbre dominical. Ya saben quiénes estaban presentes en el bautismo propiamente dicho. Solo envidiábamos a los dos monaguillos que asistían, por estricto orden semanal de cuantos formábamos parte de la categoría. Podía caer una peseta de propina para cada uno o una para los dos. Los anales de la memoria no registran apenas excepciones. Lo bueno empezaba después, cuando aparecía por la puerta el recién nacido con la comitiva familiar y amiga, presidida para nuestros intereses por madrina y padrino, este, sin duda, actor principal: los primeros caramelos volaban por los aires, dispersos, y la chavalería corría detrás de ellos. Caían, sobre todo confites, las rugosas bolitas de azúcar, que, en caso de barro, se incrustaban en él emblanqueciéndolo como estrellitas fugaces. Fugaces porque con barro y todo pasaban a engrosar nuestro dulce botín, lo que a veces exigía una verdadera limpieza en la fuente o el río o llegar a casa hecho un cristo. Héroes de barro y caramelo. No siempre, claro.

El trayecto de la comitiva, desde la iglesia a la casa del bautizado. Según fuese más o menos largo, los padrinos administraban bien los tiempos de caramelos y confites. Si se espaciaban más de lo debido, un grito unánime de quienes esperábamos más, todos, canturreado: “Padrino roñoso, mete la mano en el bolso”. Y otras lindezas parecidas, que se intensificaban cuando escaseaban, casi siempre, las monedas —perrinas, perronas— lanzadas en todas las direcciones para la dispersión y el correr alocado de cuantos mirábamos expectantes al aire o a cualquier movimiento prometedor. Se cerraba la sesión desde el balcón de la casa, con los últimos restos, si quedaban, a pesar de nuestras insistencias reclamando más. Punto final.

El recuento después. Alentador o pobre, según los casos. Repaso y destino de caramelos, confites y calderillas. Esa es otra historia que un día quiero contar. Ahora solo alentaba la esperanza de un nuevo bautizo y la promesa de mejores resultados.