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Tras su descomunal descalabro electoral en las pasadas generales, Ciudadanos se juega estos días su supervivencia, objetivo harto complicado en la jungla en la que ha devenido la política española. Y lo hace enfrentado en dos bandos que defienden sendos modelos y estrategias de partido absolutamente irreconciliables.

Inés Arrimadas, por su carisma llamada a ser la indiscutible sucesora de Albert Rivera, no esperaba competencia interna y, respaldada por el aparato del que ella misma formaba parte, se ha atrincherado en el más contraindicado de los inmovilismos, ignorando las causas que condujeron al partido a su debacle electoral. De un lado, pretende heredar el hiperliderazgo caudillista que endiosó a Rivera y sustituyó el debate interno por el seguidismo ciego propio de una secta. De otro, en lugar de recuperar su vocación original de partido de centro habilitado para pactar indistintamente a derecha o a izquierda, persiste en el clamoroso error estratégico de aliarse exclusivamente con el PP.

Dejando a un lado su egocéntrica personalidad y el oportunismo que mueve a Francisco Igea, el sector crítico sustenta su alternativa bajo razonables premisas para salvaguardar la autonomía del partido. En lo organizativo, equilibrar su desmedido presidencialismo con contrapesos que garanticen el debate interno y la elección democrática de sus dirigentes territoriales (que esto último no ocurra es algo inconcebible y en el fondo inconstitucional). En lo estratégico, los críticos abogan por recuperar la identidad como partido autónomo que deje de poner todos los huevos en la misma cesta y esté abierto a pactos a ambos lados del espectro.

Partiendo de la base que un partido requiere conjugar liderazgo y proyecto, el drama de Cs es que ninguna de las dos opciones en liza consigue aunar ambos elementos. Arrimadas es de lejos la persona mejor dotada y con más credibilidad para liderar el partido. Pero su apuesta estratégica de compartir listas con el PP, tal como está previsto en el País Vasco y Cataluña, supone un paso cualitativo sin retorno hacia la fagocitación de Ciudadanos. El abrazo del oso de Casado es el mismo con el que su mentor, José María Aznar, estranguló en 1989 al CDS de Adolfo Suárez.

Por el contrario, la apuesta del sector crítico por recuperar las señas de identidad y la autonomía de Ciudadanos adolecen de un liderazgo mínimamente sólido para afrontar la dura travesía del desierto que requiere tamaña misión. Si a ello se añade que el partido va a salir de su próxima asamblea más convaleciente de lo que ya estaba, su horizonte no puede ser más sombrío. Ni con una ni con otro tienen sus males remedio.