La década añorada
Mito y verdad se conjugan cuando se habla de los añorados 80. Para uno, la grandeza y excepción de aquellos tiempos no está en el esperanzado vitalismo con que se afrontaba la vida, ni en la explosión de creatividad plástica y musical, ni tan siquiera en la edad arcádica que vivieron los videojuegos. Tampoco en la nostalgia debida a que entonces nosotros éramos los jóvenes. Los ochenta, si se miran con la objetividad que da el transcurso del tiempo y el periodo de pertenencia a la Unión, supusieron un momento de misérrimo alcance cultural que nada más se explica porque veníamos de algo aún peor. Una alegría en la casa del pobre, culturalmente hablando. Lo que sí me parece es que, en el plano estético, fueron cuando menos curiosos. Como para que a algún antropólogo en busca de materia para su doctorado se le hiciera la boca agua.
Porque aquellos años fueron uno de esos escasos instantes en la historia de la Humanidad en que, como en la prehistoria, hombres y mujeres vistieron de igual manera. Así ocurría al menos entre los jóvenes españoles. Aquella indefinición indumentaria, ideada como para fundir y confundir los sexos, uno no la apreciaba así, desde luego, pero a los adultos que eran nuestros padres les extrañaba. O les resultaba incomprensible, como a nosotros ahora el autismo letrista del reguetón de nuestros hijos. De aquella apoteosis de lo unisex, que amenazaba con lo indistinguible, tengo para mí que nos salvó la peluquería. Los creativos peluqueros de entonces se sacaron de la manga unos estilismos que no pueden sino calificarse como tuneados de época, que uno los ve en una foto y se remite inmediatamente y sin duda posible a aquellos lustros. Gloria a aquellos peluqueros que hicieron ruborizarse a los pelucones. Bien por ellos, aunque sea retrospectivamente.
Ahora que la igualdad no solo es un objetivo sino también un tema transversal en la educación de las nuevas generaciones, muchachos y muchachas ya no visten ropas o peinados similares o diferenciadas sino como les da la real gana. Los hay que resaltan uñas y musculitos, que van marcando sexo, y también quienes tienden a igualarse no ya con el otro sino hasta con el tercer género, el epiceno. De cara a la galería de lo políticamente correcto igual no es lo ideal, pero están en lo cierto: hombres y mujeres solo somos iguales en derechos y obligaciones.