Pulpa de Tamarindo
Racheaba el viento a una velocidad endiablada derribando árboles y desgajando de troncos imponentes ramas de calibre sustantivo, unos y otras a merced y capricho del viento todopoderoso que azotaba el norte tinerfeño. Domingo, veintitrés de febrero, de infausta memoria histórica. Acompañaba la situación como añadidura una tormenta de arena africana que hacía irrespirable el ambiente y permitía mascar las partículas como huesecillos que se incrustan, molestos. «Los moros están sacudiendo las alfombras», explicaba, casi a gritos, una mujer joven a sus hijos, mientras buscaba la seguridad de un pequeño refugio pasajero. Un cierto sentido del humor, al que quizá faltó el añadido de alfombras mágicas y voladoras.
En el sur de la isla, por su parte, la preocupación tenía el nombre de coronavirus. Precauciones y cuarentenas. Turistas e isleños sí que veían volar viseras, sombreros y objetos diversos, aunque lo importante parecía ser mantener a salvo, además del equilibrio, mascarillas, pañuelos, pazminas… sujetos a las referencias externas de las vías respiratorias. No sé si para evitar la entrada visible de las arenillas o la invisible de «ese virus cabrón» —definición de un viandante acongojado— que entra sin permiso. Las alarmas, tantas veces injustificadas, aunque, como en este caso, se alíen en la suma, provocan reacciones inesperadas.
Lo cierto es que el autor de estas hojas —cuántas en el aire, ninguna de chopo—, de edad provecta, se encontraba allí, concretamente en el Parque Taoro del Puerto de la Cruz, en la zona más alta y expuesta a estas y otras tempestades. Un viaje del Imserso. Subrayo su magnífica organización y buen funcionamiento. Creo que es ejemplar. Si he de poner algún pero en esta ocasión es no alcanzar a comprender las razones —y las habrá, seguramente— de cómo, siendo la gran mayoría de los viajeros leoneses, el vuelo partió de Asturias y regresó a Valladolid.
De tormentas hablábamos. Me cobijé en un momento en la antesala cubierta y protegida de una frutería. Para que el incordio no fuera muy notorio, compré unos tamarindos. Los iba a probar por primera vez en mi vida. Me llegó entonces a la mente el título de la canción de Los 3 sudamericanos que encabeza esta columna. Me enredé en la memoria, olvidando vientos y arenas, hasta aquellas épocas lejanas de música, vino y rosas. El tiempo, los dos tiempos mejor, pasan haciendo estragos. Queda, sin embargo, la «sabrosa pulpa de tamarindo». Menos es nada.