El amor en tiempo de coronavirus
Ya resolverán sesudos sociólogos el saqueo del papel hasta dejar las estanterías con cara de supermercados caraqueños. Lo otro tiene ciencia. Es el instinto que lleva a sobrevivir. Qué tendrá la carne, que hasta el verbo tuvo que hacerse para habitar entre nosotros. Eso vino a recordar el coronavirus; que somos primates diseñados para comer hierba, fruta, raíces, miel silvestre, como los gorilas; que el éxito del hombre estuvo en encontrar alimentos que otras especies no fueron capaces de lograr. Y si el ser humano no hubiera dado con el hallazgo de la carne, no sería ser humano. Por eso arrasaron con los lineales de carne y no con el de los envases de zanahoria rallada, ni las bolsas herméticas de semillas de chía. La crisis de identidad que nos ha puesto al borde de un precipicio que esta parte del mundo creía superado desde que acabó el periodo de grandes conflictos bélicos del siglo pasado, sirve para filtrar falsedades, desdibujar creencias que se suponían teorías infalibles sobre el ser, sobre el estar, sobre el bienestar; quitar caretas a los falsos amigos, pero también demostrar que la fiabilidad no existe más allá de los textos del código civil, del penal. Nadie puede garantizar la certidumbre que tanto voto mueve en las elecciones generales. Ni la seguridad que transmite el cuatro por cuatro del ejército apostado en la misma isleta que se reservaba para la quitanieves, para transmitir seguridad, precisamente. Nada volverá a ser como antes después de este coronavirus que viene por el viento y va por el aire. La pandemia devuelve a occidente a las entrañas de siempre, después de hurgar en el desván en donde se guardaba la memoria de lo esencial, de la alimentación, no de problemas imaginarios que desde hace diez años atiborran de patrañas los programas electorales. Mientras se mata la tarde entre el Bella Ciao, el himno nacional, el sobreviviré o el rosario de aplausos, la gente deja fluir la procedencia atávica que se creía perdida en los cables de fibra óptica, y sigue latente. Desde hace tres millones de años, el ser humano engulle carne para dominar el entorno; que de eso se trata, de asomarse al día siguiente sin rasguños. Así es, hasta en esa trinchera inesperada que va de la cocina al salón y al dormitorio, con el frente de guerra en mitad de la calle.