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Desde mi ventana veo el parque de la Concordia. Se oye el río Sil. A las ocho de la tarde suenan los aplausos en los bloques de viviendas del Polígono de las Huertas. Palmas de aliento a los sanitarios, a los camioneros, a los trabajadores de los supermercados. Y a los policías, a los que nos recogen la basura en los contenedores, a los que limpian las calles, a los voluntarios que le llevan la compra o los medicamentos de la farmacia hasta los hogares de nuestros mayores, convertidos en grupo de riesgo por el avance del coronavirus.

Tengo suerte. Desde mi ventana veo el monte Pajariel a la izquierda, la torre de la iglesia de San Ignacio, al fondo, en La Rosaleda, se eleva como una pieza de tetris el rascacielos más alto de Castilla y León. Y a la derecha, donde creció una enorme montaña de carbón y una central térmica, aparece la Fábrica de Luz y el puente del Centenario.

Tengo suerte, después de todo. La vista es preciosa. Teletrabajo. Pero estoy solo en casa. Cuando se hace de noche, después de las llamadas a los míos, me sobra tiempo para pensar antes de acostarme.

Desde mi ventana, por las mañanas, veo cómo pasean a los perros en el parque de la Concordia. El primer día de la cuarentena, el domingo, todavía descubrí, asombrado, a gente que hacía deporte entre los árboles, corredores, algún ciclista, que quizá no se habían enterado de que la cuarentena ya había entrado en vigor. O que pensaron que unas carreras por el parque, por la senda peatonal que recorre la orilla del río, un poco de ejercicio al aire libre, no le haría daño a nadie. También vi parejas paseando, y hasta un padre con su hijo. Hay quién me ha reprochado haberlo contado en mis redes sociales. Ya nos estamos vigilando unos a otros, me dicen, ya nos tienen controlados.

Pero yo no soy policía de nadie. Y mientras escribo esto, un miércoles por la mañana, cuarto día de aislamiento desde la declaración de alerta, han muerto más de medio millar de personas en España. Yo me he alejado de mis familiares, de mis amigos, de mis compañeros de trabajo (otros no pueden hacerlo) y afortunadamente tengo la compañía de una gata vieja, Ofelia, y una ventana indiscreta donde veo cómo el sol se pone al otro lado del parque de la Concordia.

Cómo me gusta ese nombre.