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Desde mi ventana veo las últimas huertas de Ponferrada. Las que dieron nombre al polígono del bloques de viviendas que ensanchó la ciudad en los años ochenta. Estructuras compactas de ladrillo, de cemento y hormigón, solo algunas con tejados de pizarra, y un patio interior.

Esos edificios, ocupados muchos de ellos por familias que emigraron desde los pueblos del Bierzo a Ponferrada en los años de la Transición y compraron su piso a través de una cooperativa, están plantados al otro lado del río. Y parecen baluartes autónomos. Comunidades robustas, encerradas en sí mismas más que nunca en estos días de confinamiento. 

Desde mi ventana, al pie de mi casa, hay un enorme descampado, una vivienda en ruinas a la derecha y una hilera de edificios de planta baja a la izquierda, todos iguales, que llegan hasta el río Sil. En medio están los últimos sembrados de la zona, mantenidos por jubilados vestidos con el mono de trabajo azul, azada y regadera. Pequeños invernaderos de plástico defienden los cultivos más delicados de las heladas en invierno y entre huerta y huerta sobresalen algunos cobertizos levantados con materiales de lo más diverso; plásticos, tablones de madera, uralitas y piedras sueltas. Los árboles que han perdido la hoja todavía no la han recuperado. Florecen algunos cerezos. Y dos gatos callejeros, indiferentes a la pandemia, trepan con galbana hasta el techo de un gallinero y se desperezan al sol.

En La ventana indiscreta, la película de Hitchcock, James Stewart interpreta a un fotógrafo confinado en su apartamento después de sufrir una fractura en la pierna. Harto de la silla de ruedas que le impide salir de casa, comienza a observar a sus vecinos desde su ventana. Y se obsesiona con un inquilino porque sospecha que ha podido asesinar a su esposa. 

Pero desde mi ventana no voy a ser testigo de ningún crimen cometido entre cuatro paredes. Ni siquiera con unos prismáticos podría hurgar, como un vulgar mirón, en la vida privada de mis vecinos. Desde mi ventana veo la ciudad vacía, gente que de vez en cuando pasea al perro (o al revés) y ya nadie sale a correr por el Parque de la Concordia.

Parece que no haya nadie dentro de las casas. Pero la vida no se ha detenido. Solo late más despacio.