Diario de León

Antonio Manilla

Diligencias-Prólogo

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Comienza diciendo que los libros son puertas que se abren y se cierran, como las vidas, y que de algunas de ellas no queda ni rastro. Estoy citando el prólogo que el escritor Andrés Trapiello ha puesto al último tomo de su diario, Diligencias. Son apenas dos páginas que, como algún que otro prólogo, por ejemplo el que Cervantes le puso al Persiles, nos hablan de un libro y a la vez son el ensayo de una despedida.

En estos días en que, sin quererlo, todos tenemos a alguna víctima cercana y la sensación de llevar en la cartera un macabro billete de lotería o de tener un pie en el estribo, pese a que no lo digamos, porque nuestros temores nos los guardamos en lo más hondo de la caverna interior, son unas líneas luminosas que reconcilian con la existencia, aunque esté repleta de baches, que no me resisto a glosar.

Imagina Andrés Trapiello una metáfora sobre la lectura que vale también para la vida: en una playa, mientras atardece, afrontados en silencio, autor y lector se dedican a fabricar sus castillos de arena. Cada uno el suyo, según sus habilidades, en realidad están en distintos tiempos pues uno está escribiendo el prólogo y el otro está leyéndolo, el castillo es el mismo, pero el misterio de que sea diferente es el de la comunicación. Cada uno lee según sus capacidades, según el bagaje acumulado, raramente unas mismas palabras significan lo mismo para dos personas. La construcción avanza, se adorna de torreones y fosos, va llegando hacia su fin. Entonces acucia al arquitecto esta pregunta, esa que alguna vez todos nos hemos hecho: «¿hasta cuándo seguiremos aquí?».

Como bien sabemos, ahora más que nunca, «no somos inexpugnables». Esa es la respuesta que se da Trapiello: cuando la noche caiga y llegue con ella el frío del relente, actor y espectador tendrán que irse, dejando solos sus castillos a merced de la marea que asciende. La pleamar desbaratará adarve y barbacana, almenas y murallas, restituyendo la tersura a la orilla para las pisadas que la hollarán mañana.

Así actúa siempre el gran escultor que es el tiempo. Pero oleaje y tiempo destructor no podrán con la ilusión puesta en erigir esa obra, sea cual sea la tuya, libros, árboles o hijos, ni socavarán en las generaciones futuras «la dicha de que está todo por crear». Con la misma arena, bajo el mismo cielo, acaso otro mundo.

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