De las estadísticas
Las estadísticas siempre son altavoz de algo. Con el disfraz de lo objetivo, de lo que no produce demasiadas suspicacias, nos cuelan con ellas la parte de la ideología que no tiene hueso y es más fácil de digerir. Un éxito o un fracaso resulta más comprensible si se adoba con datos y comparativas. Cumplen su cometido sobre el espíritu, mantienen alta la moral de la tropa, más que nada porque en medio de una estampida nadie se pone a analizar gráficos. Con una ojeada se resume todo y nos proporcionan un argumento formidable. Tienen además el prestigio de lo que habla de dinámicas y poblaciones enteras, no de personas o unidades, como si fuera más científico o humano lo que le ocurre a una sociedad que a sus individuos tomados de uno en uno. Lo cuantitativo elude siempre el drama personal, que se disuelve en lo colectivo. Si la democracia se basa en el respeto a las minorías, todas las dictaduras desprecian los casos particulares. Son irrelevantes dentro del curso general de la historia porque una golondrina no hace verano, aunque lo anuncie.
El discurso siempre es algo más difícil de roer porque se le presupone subjetividad a su emisor. En cierto modo, desconfiamos de las caras, igual que los pájaros y la mayoría de animales. Sin embargo, la certidumbre que le otorgamos a la apariencia de objetividad del dato es tan fenomenal que casi nadie se atreve a discutirlo, más allá de la materia prima que se haya usado para su elaboración. Y no es lo habitual recelar. Pese a ello, un sindicalista asturiano afirmaba que «las estadísticas son como las minifaldas: dejan ver mucho, pero no lo principal». No le faltaba cierta razón a su micromachismo, porque demasiado a menudo ignoramos qué valores y criterios se emplean en ellas. Las que nos están facilitando durante esta pandemia computan datos oficiales, pero en este país hay por lo menos diecisiete oficialidades. La disculpa de las transferencias, ya se sabe, ese descargo de amplio espectro.
En algo —pensamos las personas de buena voluntad, aunque no le tengamos mucha fe a las estadísticas— tenemos que creer. ¿Será posible que por una cosa o por otra siempre nos engañen? ¿Somos tan crédulos? ¿Tendremos algún día arreglo? Las estadísticas son aquel futbolero «España nunca pasa de cuartos de final». Hasta que pasó. Así que consolémonos con que, mientras haya estadísticas, habrá esperanza. Como decía don Luis Aragonés, «están para romperlas».