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Llevaba varios días sin salir de casa. Ni siquiera para bajar la basura. Aún tenía la nevera bastante llena después de la última compra en el supermercado. Y el edificio donde vivo estaba en silencio. No se oía a los vecinos.

Abrí la puerta de casa, asomé la cabeza al pasillo y bajé desde la sexta planta al garaje. Por las escaleras, para hacer ejercicio.

Cuando llegué al sótano, con cuidado de no tocar ningún pomo, ninguna puerta, apoyé la bolsa de la basura junto a una columna, encendí el motor de mi coche para oxigenarlo porque llevaba demasiado tiempo parado, y después de dar dos vueltas al aparcamiento subterráneo lo dejé tres o cuatro minutos al ralentí, estacionado otra vez en su plaza, mientras escuchaba una canción de los Beatles en el reproductor de cedés. Sonaba Get back, uno de los tema que el cuarteto fabuloso interpretó en la azotea de los estudios de Abbey Road en Londres durante su último concierto.

Y me acordé del viento que agitaba la melena larga de John Lennon, del abrigo extravagante y los pantalones verdes que vestía George Harrison, del entusiasmo de un barbudo Paul McCartney, y del rojo chillón del chubasquero de Ringo. Era enero de 1969 y hacía frío en la terraza donde los Beatles, que llevaban más de dos años sin tocar en directo, ofrecieron su última actuación al aire libre.

Sentado al volante de mi coche inmóvil, con unos guantes de latex en las manos, me acordé de una escena del documental de Ron Howard sobre los años locos de la beatlemanía, Eight days a week , emitido estos días en televisión. Los Beatles se bajaban del escenario en el Candlestick Park de San Francisco el 29 de agosto de 1966. Y estaban hartos. Hartos del acoso de los fans, de que los fanáticos religiosos quemaran sus discos, de tocar en estadios donde el griterío ensordecedor ahoga sus canciones. Hartos de ser el centro de atención. Hartos de sí mismos. Así que dejaban la tarima y los instrumentos, escoltados por la policía, y se metían en un furgón blindado, una caja fuerte con ruedas, prisioneros de su propio éxito.

Entonces la canción dejó de sonar, abrí la puerta del coche, salí del garaje a pie y, harto de que las semanas tengan ahora ocho días, arrojé la bolsa de la basura al contenedor y aproveché para respirar un poco de aire fresco.