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Una cosa es lo que ocurrió en París, con la brillante idea de dejar salir del confinamiento primero a los deportistas (lo que abarrotó las calles de runners que nunca habían calzado zapatillas) y otra la fase 0 del inicio del comienzo de lo que será el principio de la desescalada, que hoy nos deja salir a la calle ya sin bolsas de basura ni carrito de la compra. Acompañados incluso de quien contigo vive y se contagia, si es el caso. Un rayito de luz (lo del sol está por llegar) se abre en la vida del confinado, así como de pequeño anticipo de vuelta a una normalidad que ya nos han advertido incluso por decreto que será nueva.

Si la peña sale a pasear con dudas y cierto celo, qué decir de los miles de autónomos que aún no han acabado de arreglar lo de su cierre, siguen con el corazón en un puño la falta de debate sobre lo que debería serles exonerado por estar mano sobre mano apechugando con sus obligaciones de gastos y fiscales y ahora conocen que en dos días podrán quizá tal vez a lo mejor (o a lo peor) abrir de nuevo con vete tú a saber qué medidas de seguridad e inversiones, para a saber qué clientes y en condiciones de exigencias y rentabilidades que, esa es la única certeza, están muy lejos de sus ya precarias cuentas de supervivencia. Es lo único que tienen claro, que si antes tiraban de milagro, ahora no va a haber milagro que les salve. Está por aclarar si las ayudas de urgencia no serán al final una trampa para cavar la ruina de muchos que, mientras pierden su patrimonio familiar, siguen pagando impuestos, seguros sociales y alquileres para ir directos a la nada en el mejor de los casos, o al endeudamiento permanente.

El virus frenó la economía en seco, ha desplomado el PIB y hecho saltar por los aires el equilibrio financiero público. No es una crisis económica en su origen, pero crea una nueva y enorme bolsa de hogares asfixiados que amenazan con sumarse a los que la anterior crisis (la Gran Recesión, bautizada para diferenciar los grandes tropiezos económicos) convirtió en irrecuperable bolsa estructural de clase empobrecida, unos sin trabajo y otros instalados en la precariedad.

Sea cual sea el origen o la duración de las recesiones, lo que está claro es que ensanchan una brecha social de insalvable desigualdad, cada vez más aterradora. Los discursos se llenan de declaración de intenciones de no dejar a nadie atrás. Muchos, cada vez más, ni siquiera lo oyen, de tan lejos como han quedado ya.