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GRAHAM HORN

Ponferrada

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Mucha gente comenzó a leer  La peste , de Albert Camus, en los primeros días de confinamiento. La novela, ambientada en Orán cuando la ciudad aún estaba bajo soberanía francesa, arranca un mañana de abril, en el momento en que el doctor Rieux encuentra una rata muerta en el rellano de la escalera.  La peste  es una obra maestra y en sus páginas se puede aprender mucho de la condición humana, de la manera en la que el aislamiento y el miedo al contagio cambian nuestro comportamiento. «Retrato de un mundo enfermo al que solo una catástrofe logra rehumanizar», leo en la contra del libro. Y me pregunto, claro, si ese será también nuestro caso. Si el mundo que saldrá de esta pandemia será más humano.

Las señales son contradictorias. El mejor ejemplo es el de los médicos y el personal sanitario. Se están dejando la piel, literalmente, por salvar vidas. Y asumen un riesgo muy alto. Recuérdenlo cuando salgan de paseo.

Pero lo peor de la condición humana también emerge estos días. Lo vemos en todos aquellos que berrean en las redes sociales, que ladran en los medios de comunicación (y no me refiero a la crítica con argumentos, siempre legítima), que se burlan incluso de quienes se esfuerzan, con mayor o menor acierto, en sacarnos de este pozo. Es mezquino buscar un rendimiento político en todo esto.

Yo también empecé a leer  La peste , lo reconozco. Pero tuve que dejarlo, saturado a todas horas por las informaciones sobre el avance de la pandemia, sobre la curva de contagios y el número de muertos. Y ahora, en el comienzo de la desescalada, he vuelto los ojos hacia otra plaga; la Gran Hambruna de Irlanda y el éxodo que provocó hacia América entre 1845 y 1849. Si los ruidos en el desván que escucho algunas noches no me lo impiden, estos días leeré  El crimen del Estrella del Mar , de Joseph O’Connor, la novela de la que les hablaba ayer.

Imagínense una isla donde la riqueza está concentrada en manos de terratenientes. Un parásito que echa a perder la cosecha de patatas, el principal alimento de la población. Una plaga que se extiende por toda la isla. Allí donde escarbas en la tierra aparecen los tubérculos podridos. Y la gente se muere de hambre y de enfermedad. Inglaterra, principal destino de las exportaciones de carne y cereales, no hace gran cosa para remediarlo. El subsecretario del Tesoro de la reina Victoria, Charles Trevelyan, sin ir más lejos, declara incluso que el hambre es «un castigo de Dios a un país holgazán, desagradecido y rebelde; un país indolente y levantisco». Casi parece un ministro holandés despotricando contra el ‘despilfarro’ de los países del Sur de Europa, ¿verdad?

Así que cientos de miles de personas tienen que embarcarse para América en busca de la salvación. Les espera un viaje muy largo en ‘barcos ataúd’, así los llamaban porque echaban al mar casi cualquier cosa que flotara. Barcos que naufragaban. Barcos con pasajeros hacinados en las bodegas. Viajeros mal alimentados que enfermaban y morían durante la travesía,

La Gran Hambruna dejó una huella profunda en Irlanda. La Gran Reclusión de esta pandemia la dejará también en todo el planeta. Y la duda que tenemos que resolver ahora es si el nuevo sueño americano, la salvación de nuestro tiempo, será un mundo más humano o volverán a imponerse los revanchistas.