Un final hollywoodiense
La tragedia es el aire denso y el clima bochornoso que embadurna la historia que los creadores de Hollywood —una de las últimas series de Netflix— han rescatado del glamuroso barrio de Los Ángeles. Vidas sin rumbo ni esperanza que llegaron tras la Segunda Guerra Mundial, intentando hacerse un hueco en la despiadada industria cinematográfica. Lo curioso es cómo la inmensa mayoría acababa prostituyéndose, de un modo u otro, para cumplir sus sueños. Que, al final, es lo que vende Hollywood a través de un ideal que al tiempo se convertiría en la doctrina de un país entero. «Eh, chaval, ven, lucha, y tus sueños se harán realidad...». La ambivalencia es sutil y lo que no cuentan los yanquis es lo otro. «...Por un precio». Módico o no, esa parte del negocio va en la letra pequeña.
No sé si es bonito o descarnado transmitir a la gente que nada es imposible y que las fantasías no son sólo soliloquios noctámbulos que se tienen con la almohada en fase REM. Lo que sí sé es que el paisaje español se aleja mucho de ese espejismo americano. Por ende, que un final hollywoodiense no cabe en nuestras fronteras, ya que en estos lares se estila más concluir a lo Torrente. El fracaso parece nuestro mayor éxito. La derrota de la nación —por sus máximos dirigentes—, se mira perpleja en el espejo, dónde la humillación de la sociedad —por sus actitudes— devuelve la vista con un derrotismo cruel. Esa es la sensación que me ha recorrido en cuerpo y alma últimamente, tras presenciar dos escenas que jamás engatusarían a la Warner Bros. Menos aún a Disney.
La primera la protagoniza un personaje de etnia gitana. De hogar desconocido, la muchacha raída ha estado haciendo la calle en busca de monedas, pitillos o cualquier voluntad que los pocos viandantes con los que se cruza le van negando. En el día del señor, tiendas cerradas y ciudad desierta, se aventuró a pedir, desde la acera, a las ventanas y balcones donde encontraba un semejante, creyendo que por un mínimo de humanidad tal vez le tirarían una bolsa con un cacho de pan. Tras recorrer todos los bloques de la avenida, desapareció con las manos vacías y no se la volvió a ver.
La segunda la protagoniza Eloy. Un tipo desaliñado, de unos cuarenta y muchos, con la cara curtida de un minero y la piel morena de no tener techo que le cobije. Su voz y sus formas labradas por el alcohol, asustan. Encuentra a un conocido y le grita que desde que le echaron «por lo del virus», está «a cero». Tras escupir su desencanto, se marcha. «A ver si mejoras, Eloy». Este contesta, a voces, en dirección contraria y mirando a una madre y sus dos críos:
—Tendré que buscar la muerte, que ya verás que cuando la busque la encuentro.
Así acaban muchas películas en la tierra patria, donde Dreamland se desvanece y el público mira para otro lado.